8 ene. 2013

Taller de Escritura Creativa en Buenos Aires 2013.

TALLER DE ESCRITURA CREATIVA
He pensado el taller como un encuentro semanal para el desarrollo de la escritura de relatos, cuentos, crónicas o novelas. Con ejercicios para potenciar la producción a partir de consignas textuales y lecturas escogidas.

La idea es crear un espacio de diálogo para nuestro trabajo literario y familiarizarnos con las técnicas de la narración y de la escritura creativa. Siempre dirigido al reconocimiento de nuestro propio universo y a la manera más personal de transmitirlo.

Trabajo a partir de consignas asociadas a la producción y comprensión de aspectos de la cocina literaria: desarrollo de personajes, voz del narrador, lenguaje, construcción de la trama, género, tipo de estructura, (ex)tensión, etc.

Leeremos textos breves de autores consagrados para analizar sus modos de abordaje y composición y, lo más importante, la producción de cada participante para optimizar el trabajo por medio de la relectura y la reescritura.

Un taller horizontal y participativo, sin solemnidades pero riguroso, enfocado a la creación literaria y su desarrollo.

En dos modalidades: grupal e individual.

Quien esté interesado puede escribirme a: gustavalle@yahoo.es

25 ago. 2010

Una entrevista para "Autor al cubo", blog de Fernanda García Lao

Pasado

Tu primer texto Género: poesía

Año: 2003

Procedimiento creativo/Contexto:

Fue mi primer libro publicado pero con los últimos poemas. Uno siempre comienza por lo último. Esto de los comienzos es complicado.

¿Tuvo lectores?/¿Críticas favorables?/¿Produjo conflictos familiares?

El libro tuvo amigos entusiastas como Viviana Paletta, que se animó a publicarlo con dinero de su bolsillo. Pero sufrió del mismo síndrome que padecí durante años: publicar en una ciudad que pronto abandonaría.

¿Se ha puesto viejo?/¿Lo has vuelto a corregir?/¿Lo quemaste?

No sé si habrá envejecido. Pero ya no podría escribir así. Lo veo como una isla dentro del resto de mi trabajo, y ese aspecto insular me gusta.

Para seguir leyendo pinchar acá

15 mar. 2010

Rock progresivo (cuento)

Un King Crimson, ¡glup!, otro King Crimson, ¡glup!, y al rato todo es de color crema. Las estatuillas filipinas, el árbol de mango, los cuerpos de Keller y Tito parecen sacados de un yogur de vainilla.

--Un mundo crema es más de pinga --dice Keller con la cara derretida.

Al bajar del techo tiene la cara completamente derretida. Yo le pregunto:

--Keller, ¿qué tienes en la cara?

Y él responde con un gruñido:

--¡Grangñññ!

Siempre le pasa lo mismo. Se traga dos King Crimson y evoluciona como una lagartija hacia el techo. Ignoro qué diablos hará allá arriba, ¿avistará ovnis, hablará con los muertos? Ahora volvió intacto, sin un rasguño, pero en agosto terminó en la clínica Ávila con una fractura en la tibia. Keller es así: no le tiene miedo a nada. Si no se dedicara a vender filtros de agua sería el perfecto Stunt man de La Villa del Cine.

Tito, en cambio, es un tipo tranquilo. Se apoltrona en el sillón de cuero de su vieja que es psicoanalista y comienza a murmurar solo. Como es más inteligente que nosotros prefiere murmurar solo. A veces pienso que Dios, o el fantasma de algún premio Nobel dicta ideas centellantes en sus oídos. La única vez que nos habló en voz alta se puso de pie como la estatua del almirante Nelson, y dijo:

--Estamos muertos en el teatro de los vivos.

Keller quedó trastornado al escuchar aquello, y le preguntó de dónde había sacado ese hermosísimo poema. Para Keller, todo objeto verbal no identificado es sinónimo de poema. Y sin esperar una respuesta (Tito no responde ni el saludo) Keller trepó al techo con la urgencia de un gato montés. En cuanto a mí, aquellas proféticas palabras obraron como una revelación divina. Al día siguiente me inscribí en la Escuela de Letras, y todavía sigo allí.

Tito tiene un no sé qué de artista profundo que puede ver más allá de lo que nosotros vemos. Su hermetismo alberga orígenes sobrenaturales. Basta estar en su casa para uno darse cuenta: afiches de cine europeo, estatuillas filipinas, batiks tailandeses, libros de arte egipcio y una Beretta calibre 7.65 que le regaló su papá cuando cumplió dieciocho años. Idéntica al hocico de un dóberman, esa Beretta es nuestra mascota. Tras la desaparición de Segismundo, el tortugo, la adoptamos como si fuera el cuarto Beatle.

Al llegar a su casa lo primero que hacemos Keller y yo es susurrarle al oído: “Bum, Bum, Bum”. Esto significa que debe sacar cuanto antes al dóberman. Tito se caga de risa, con esa risa asmática que tiene, y al rato vuelve con la Beretta pegada a sus sienes, simulando que se vuela la tapa de los sesos. De un tiempo para acá anda fascinado con los ritos y costumbres de algunos personajes suicidas (John Kennedy Toole y otros locos más), pero como a Keller no le gustan los jueguitos simulados, entonces le arrebata el arma y con la cara derretida apunta a su cabezota:

--¡Sucio psicoanalista, grangñññ, te voy a arrancar toda la morronera!

Yo le pregunto a Keller qué es eso de “morronera”, pero él no responde y mete el cañón de la Beretta en el oído de Tito:

--¡Sucio psicoanalista!

Y después en el mío:

--¡Poeta de mierda!

Un día --le dije-- se te va a escapar un tiro y te vas a quedar completamente solo en compañía de los King Crimson.

Al escuchar esto se le aguaron los ojos y enseguida cayó en uno de sus estados de melancolía. Los estados de melancolía de Keller tienen orígenes diversos, pero uno de ellos, quizás el más importante, es su indeclinable vocación para ser un pelabolas. Y así, con la cabeza colgando como una novia abandonada, salió al patio, apuntó al mundo crema y vació la Beretta contra el árbol de mango. ¡Bum, Bum, Bum! Las ventanas temblaron y se escucharon alaridos.

--¡Marico, mataste al vecino! –le reclamó Tito, como despertando de una pesadilla.

Keller soltó una oscura carcajada y dijo que le hubiera encantado liquidar al vecino, pero que por desgracia sólo había un loro despistado, parado entre las rejas. El vecino es un profesor jubilado que suele llamar a la policía para quejarse de la música y de los tiros. Los polis llegan, tocan el timbre, esperan, pero nadie abre ¿Quién va a abrir? Allí se quedan un buen rato, insisten, hasta que se aburren y se largan.

Después de dispararle al loro, Keller metió la Beretta en su bolsillo, entró de nuevo a la sala que estaba más cremosa que nunca y enfiló directo al Panasonic para poner Fragile, el disco de Yes.

A Tito y a mí nos gusta el rock progresivo, pero a Keller lo desquicia. Para él no hay otra cosa en este universo de vainilla, música = rock progresivo.

Cuando sonó la voz agolondrinada de Jon Anderson, Tito cerró los ojos y comenzó a bailar sentado. Parecía un maldito Hare Krishna. Y al irrumpir los olímpicos teclados de Rick Wakeman, Keller empezó a correr de un lado a otro; le dio una especie de frenesí, como si se le metiera un canguro en la médula. Yo me acosté en el suelo, encima de la alfombra kilim, y vi que las estatuillas filipinas comenzaban a derretirse. El rock progresivo tiene ese efecto: todo lo derrite. También el batik tailandés se derritió y cayó encima del sofá como topin de chocolate. Lo mismo ocurrió con la puerta que da al patio, el árbol de mango, el Panasonic y el cadáver del loro… ¡Qué inmundicia!

Al concluir el primer tema, ocurrió algo fascinante: el tiempo se estiró y pasó lentísimo, parecía que avanzaba en retroceso. En verdad no era tiempo sino espacio, espacio que se desplazaba como glóbulos perezosos. A Keller le encantó esa sensación de tiempo coagulado. Detuvo a su canguro por unos instantes y mirando al techo, dijo:

--Si el tiempo no pasara, yo sería un hombre feliz.

Tito lo miró con cara de “eres un grandísimo imbécil”, y yo me quedé imaginando el tiempo como un témpano a la deriva. Haré un gran poema con eso, pensé.

Tras salir de su accidente utópico, Keller quiso continuar bailando y nos agarró a Tito y a mí por la pechera. Tito parecía una marioneta, una brisita lo podía tumbar. Yo no quería bailar en ese momento (“estoy inspirado, no me molestes”), pero Keller sacó la Beretta de su bolsillo y la colocó encima de nuestras gloriosas narices. De esta forma no pudimos rechazar la invitación.

Primero formamos un círculo y comenzamos a bailotear sin ganas, como doblados. Así estuvimos un buen rato hasta que la música nos dominó por completo y entonces nos pusimos a saltar como ranas; parecíamos los resortes de una cajita de sorpresas. Pronto nos separamos y cada uno empezó a moverse por su cuenta: Tito hizo como si lo electrocutaran; se puso a temblar como una anguila. A mí me dio por arañar el aire con unos enormes rastrillos (el aire parecía un gigantesco campo de girasoles), y Keller comenzó a chillar con esa voz fantasmal que a veces le sale:

--¡Uuuuuu, soy un tornadoooo!

Y al decir esto tiró la Beretta encima del sofá y se arrojó sobre Tito como si fuera el Enmascarado de Plata. Tito intentó en vano sacarse de encima el tornado-Enmascarado-de-Plata de Keller, y yo aproveché para poner Roundabout a todo volumen:

I'll be the roundabout
the words will make you out and out
you spend the day
your way.


Keller atornillaba el cuello de Tito que ya parecía el pescuezo de un pollo. Después puso la rodilla encima de su cabeza para arreglarle eso. Keller decía que tenía que arreglarle eso. Ninguno de nosotros, ni el mismo Keller, supo qué diablos era eso, pero en fin. Con el cuello de pollo atornillado, Tito abrió la boca como si fuera a cantar pero no cantó, como si fuera a gritar pero no gritó. Sus cachetes comenzaron a colorearse con un horrible tinte violeta. ¡Y yo odio el tinte violeta! Entonces me acordé de las clases de Kuk Sool Won y volé como una grulla contra la espalda de Keller. Clavé mi talón en sus costillas y salió disparado hasta estrellar su cabezota contra el marco de la puerta. El coñazo sonó como aquella vez que chocamos el Alfa Romeo de mi vieja en el puente de Las Mercedes. Keller se quedó dormido unos minutos, completamente despatarrado, y después, al despertar, dijo que había soñado con helicópteros. ¡Helicópteros! Adoro los sueños patafísicos de Keller. Más tarde, Tito comenzó a respirar como si saliera del fondo de un barranco. El tinte violeta de sus cachetes desapareció, pero tenía los ojos inyectados, diminutos como los de una ardilla.

Pasaron unas tres horas, o cuatro, o cinco, no sabría decir exactamente, y al final Keller comenzó a lloriquear como una nena (siempre le da por ahí, es una ladilla) y nos pidió veinte mil bolos prestados. Tito limpió la Beretta que estaba toda manchada con chocolate y la puso encima del Panasonic. Yo me quedé viendo cómo el patio cambiaba de color: de crema pasó a rojo y verde pálido, después se hizo transparente hasta volver a su espantoso color original. Busqué una ramita de mango y con ella empujé el cadáver del loro detrás de la reja. El loro estaba negro y chamuscado; no parecía un loro sino un murciélago. Al rato me vino un dolor de cabeza horrible, sentí que la frente se me abría, como si de ella saliera un potro galopando sobre piedras. Era la señal de que todo había terminado. Me puse mi chaqueta, palpé el récipe en el bolsillo, y salí sin despedirme.

Camino a casa me detuve en la farmacia y pensé en un montón de cosas: en el Panasonic y las estatuillas filipinas; en el vecino, en la policía, y en ese parque de diversiones que era la casa de Tito, nuestro segundo hogar. Hasta tuve la sensación de que ya comenzaba a extrañarlos, a pesar de haber estado con ellos minutos atrás. Sabía, sin embargo, que en un par de días nos veríamos de nuevo, siempre en casa de Tito, donde había un amplio techo listo para recibir a Keller. Pero también pensé en otras cosas: en el eterno primer semestre de Tito (él insiste con eso de la psicología), en mis poemas inconclusos (a pesar de la inspiración), y en la familia de Keller, si es que se le puede llamar familia a ese zoo.

¿Por qué nunca hablábamos de eso?

Keller dice que hablar no sirve de nada y enseguida gruñe: “¡grangñññ!”. Y como Tito se la pasa callado, o murmurando asuntos superiores, entonces casi nunca hablamos. A mí me aburre estar siempre en silencio, pero cuando me decido a hablar me enredo. Abro la boca y me enredo. Entonces también me callo.

“Un mundo crema es más de pinga”, repetí pensando en Keller, y salí de la farmacia con mi cajita de Haldol y unas aspirinas para el dolor de cabeza.

Y también con un verso: el tiempo es un témpano a la deriva... Aunque tiempo y témpano me hacen un poco de ruido.

Mejor le pongo iceberg.


* Este cuento fue publicado el pasado domingo 14 de marzo en Prodavinci

21 feb. 2010

Novedades editoriales

La editorial Norma Argentina acaba de reeditar en Buenos Aires mi novela Bajo tierra. Cuando salió en Venezuela el año pasado, escribí unas palabras, que leí en la presentación. Casi un año después, las comparto ahora con los lectores y amigos cuatreros.


Bajo tierra nació, como muchas cosas nacen, de un extravío, de una equivocación.

Todo comenzó con un striper. Sí, uno de esos tipos que se desnudan en las despedidas de solteras. Una amiga me contó la anécdota. Y en este caso fue una anécdota sorprendente, o por lo menos eso me pareció, pues no se trataba de un stríper cualquiera, sino de un striper tímido. Frente a una tropa de mujeres embochinchadas, el tipo no se quería quitar la ropa.

Comencé a escribir un relato sobre este personaje. Y el caso es que a medida que avanzaba la historia, el dichoso striper cada vez iba quedando más y más rezagado, y al final quedó tan absolutamente fuera, que terminó por salir del conjunto y convertirse en un cuento aparte, que más tardé publiqué.

Las historias subsidiarias, periféricas, residuales, que habían surgido en la escritura de ese relato (un padre desaparecido, una ciudad subterránea, las migraciones urbanas) pronto se convirtieron en la fuente principal de Bajo tierra, donde no hay stripers, ni despedidas de soltera.

Así comencé a trabajar con las sobras, los desechos de aquel relato, y pronto percibí que sólo una novela iba a poder contener aquello. Y trabajar con sobras, con desechos, me estimuló mucho. Quizás porque tienen la virtud de conformar una galaxia de cosas flexibles. Es como moldear una masa amorfa, y todo lo amorfo es dúctil. Y con esas historias aparentemente secundarias (y digo aparentemente pues todo lo importante, lo realmente importante para uno siempre se demora en aparecer) se fue armando la novela.

Dicen que sólo se puede escribir un relato policial o un relato de viaje. De ser esto cierto, yo sería más viajero que detective. Y bueno, con mi equipaje precario, me senté en la butaca, y Bajo tierra fue naciendo o viajando, y lo hizo como una búsqueda de sí misma. Averiguar qué era, qué traía entre manos. Y para responder a esas preguntas era necesario inventar, porque uno inventa para entender.

Y luego me tocó encargarme de su cuidado, darle de comer. Así me convertí en algo parecido al guardián de la jaula de un león: ese señor vestido de caqui, que alimenta a una fiera. Todos los días le acerqué su comida y su bebida para que sobreviviera. Y si yo no acudía a diario a la jaula, la fiera iba palideciendo. De modo que así fue la cosa. Y a medida que pasaban los meses dándole de comer y de beber, aquella fiera fue creciendo, y también se fue domesticando. Aunque nunca terminé de saber quién domesticó a quién.

Poco a poco entendí qué era ese largo relato que estaba escribiendo, y entonces aparecieron claramente los temas de la novela, mis oscuras intenciones: la búsqueda del padre desaparecido y la invención de un improbable reencuentro, la migraciones humanas que nutren nuestra ciudad, y la necesidad de construir una ciudad que fuese espejo de la otra, porque siempre he pensado que hay otra Caracas, no sé dónde diablos, pero existe, en el pasado, en el futuro, arriba, o abajo, detrás, pero existe. Y entre esos dos planetas: la búsqueda del padre y la ciudad inventada, entró, como una cuña, el descenso: bajar, caer, hundirse, como punto de conexión de todo. Porque en mi caso el descenso fue el hilo que unió esas dos obsesiones, que es como unir, mediante una escalera, dos espacios vacíos.

Muchas gracias.

5 feb. 2010

Si es falso, mejor

Mientras pensaba en proponerle al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires la creación de una biblioteca de libros plagiados, falsificados e inauténticos, di con esta información: el gran falsificador de obras arte, Shaun Greenhalg (Bolton, Inglaterra, 1961), quien estafó a centenares de instituciones, marchands y coleccionistas, cuenta hoy en día con una muestra retrospectiva de su “obra” en uno de los museos más reconocidos del mundo: el Victoria and Albert Musuem de Londres.

Organizada por Scotland Yard, esta atípica exposición es, al mismo tiempo, la muestra de un alto talento artístico y el viaje a las estrategias, evasiones y modus operandi del negocio de la falsificación, donde Geenhalg fue uno de los más grandes, mejor pagados y más excéntricos.

Desde 2007 cumple condena por fraude, pero durante muchos años puso en marcha, junto con toda su familia, una fantástica empresa delictiva donde su indiscutible talento impidió que los especialistas de la Tate Gallery, Sotheby´s, o del pretigioso Instituto Wildenstein pudieran siquiera sospechar algo.

El clan Greenhalg estaba conformado por su padre, su madre y su hermano. El padre se encargaba de las negociaciones directas con los clientes; con sus casi noventa años, anclado a una silla de ruedas, convencía a los compradores con su aspecto de anciano benevolente. La madre, Olivia, hacía las llamadas telefónicas más estratégicas, siempre haciéndose pasar por otra persona, y Georgie, el hermano mayor, se encargaba de buscar los recursos que Shaun necesitaba para llevar a cabo su meticuloso trabajo. Todos, como una familia feliz, vivían juntos en una casita en la ciudad de Bolton, al Noreste de Inglaterra.

El talento de Shaun se aplicó a diversidad de temas, técnicas y materiales. Falsificó óleos, esculturas, cerámicas, bajorrelieves, fotografías, dibujos, acuarelas. Trabajó con metales, porcelanas, mármoles, y no se conformó con plagiar el arte moderno sino que hizo excelentes contribuciones al arte antiguo. Como ocurre con la mayoría de los falsificadores, Greenhalg padeció la falta de reconocimiento, y canalizó su enorme amor por el arte a través de la realización de estos homenajes.

En muchos casos acompañó sus obras con cartas personales de los artistas, pliegos sucesoriales, antiguos testamentos y una larga lista de títulos y documentos con la que pretendía legitimar la autenticidad y procedencia de sus obras. Todos ellos, por supuesto, completamente falsos. Se trataba, pues, de una verdadera máquina de producción de mentiras. Toda una inteligencia ficcional puesta al servicio del fraude.

Durante diecisiete años consiguió estafar a centenares de clientes y sus obras fueron orgullosamente exhibidas en los mejores museos del mundo. Se ignora cuánto dinero habrá obtenido por sus picardías, aunque la cifra sin duda es millonaria. Jamás hizo ostentación de su fortuna, y él, junto a toda su familia, continuó viviendo en aquella humilde casita de Bolton. Es más, cuando la policía allanó el domicilio en el año 2006, comprobó que las condiciones en que vivían los Greenhalg no sólo eran sumamente modestas, sino poco menos que miserables.

Fue famosa su falsificación de Gauguin, “El fauno”, que logró vender al Instituto de Arte de Chicago, donde luego se haría una retrospectiva del artista francés, y se incluiría la escultura de Greenhalg, como flamante adquisición. Allí, al lado de Gauguin, Shaum debió sentir que su talento alcanzaba el Olimpo. Un Olimpo que para él, y a pesar de su talento, estaba negado.

Más tarde vendió al museo de Bolton, por casi medio millón de libras esterlinas, una estatuilla de alabastro del antiguo Egipto, datada en 1350 AC. Tras haber sido autenticada por especialistas de la casa de subastas Christie´s y curadores del British Museum, la “Princesa de Amarna” fue exhibida durante varios años en la prestigiosa Hayward Gallery y en el mismo Museo de Bolton. Pero al intentar una estafa similar, esta vez con un friso asirio, los Greenhalg levantaron sospechas y tras una larga investigación, fueron capturados.

Hoy en día, desde la cárcel, Shaun Greenhalg observa con inmenso orgullo cómo su obra es motivo de una muestra retrospectiva en el Victoria and Albert Museum de Londres. Por primera vez en su vida, sus creaciones vienen firmadas con su nombre, el nombre de quien las creó. Si bien obtuvo mucho dinero con su habilidad para el engaño, jamás ganó prestigio. Los historiadores y académicos del arte se lo negarán, pero los detectives de Scotland Yard ya se lo otorgaron.

Viendo todo esto, no puedo más que concluir que mi biblioteca de libros plagiados, falsificados e inauténticos es una idea perfectamente viable. Voy a proponer cuanto antes el proyecto a la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y no a otra ciudad ni a otra secretaría, por la sencilla razón de que el Santo Patrono de esta biblioteca no puede ser otro que el inconfundible Pierre Menard, autor de El Quijote.

Publicado en http://prodavinci.com/2010/02/04/si-es-falso-mejor/

24 dic. 2009

Papá Noel en aprietos

Ayer fui con mi hijo al parque, y como es costumbre en esta época, había un Papá Noel metido dentro de una carpa, sentado en su trono, dispuesto a tomarse fotos con los niños. La cola de enanos era kilométrica y aquella carpa no era, precisamente, la fresca tienda de un jeque, sino un asfixiante armatoste de plástico. A las dos de la tarde el sol derretía hasta las ideas y no soplaba ni un poco de brisa. A pesar de los dos ventiladores y de las chicas que lo hidrataban con vasitos de agua, Papá Noel lucía sofocado. Aquel hombre (un abuelo contratado por su barba, pero quizás más por su pobreza) era un fuerte candidato al paro respiratorio.

Al verlo así, en aprietos, lo imaginé en el marco de una versión más tropical. Por ejemplo, luciendo indumentaria de lino para satisfacer a los espíritus más fashion, o sencillamente en shorts y sombrero panamá, sandalias y barba de tres días. La imagen no correspondería con la de nuestros sueños infantiles, es cierto, pero más vale un Papá Noel afuera que adentro de una ambulancia. Porque darle una alegría a un niño no amerita sacrificar la vida de un adulto ¿O sí?

Papá Noel (San Nicolás, Santa Claus, o como quieran llamarlo) es un personaje rabiosamente pop, como lo puede ser Barney. Parece un Dios gentil y obeso, y ocupa un lugar primordial en los altares infantiles. Mi hijo, por ejemplo, estuvo hablando de Papá Noel durante todo el año, desde enero hasta noviembre, y cada vez que veía un avión surcar los cielos decía: “¡Papá Noel! ¡Allá va Papá Noel!” Yo le explicaba que no, que Papá Noel no venía en avión sino en un trineo empujado por renos, una especie de venados voladores, pero que todavía faltaba para verlo, que tuviera paciencia. Sin embargo él insistía: “¡Papá Noel! ¡Allá va Papá Noel!”.

La leyenda se perdió en el camino y ya no responde a una tradición específica. Santa Claus, a estas alturas, es un damnificado de sí mismo. Si es originario de Bari, de Laponia, o del Polo Norte, a nadie le importa. Además, desde que en 1931 la Coca Cola lo absorbiera como imagen de sus diabólicas botellitas, el personaje se ha prestado para todo tipo de dislate. Ya no se trata de una tradición sino de una distracción. Ya no es un mito sino un entretenimiento.

Hace rato que los Reyes Magos perdieron popularidad. En España hay personas, campeones de la epopeya bíblica, que luchan por imponer a los Reyes frente el exitoso Santa. Quizás la indumentaria demasiado “Oriente Medio” de Melchor, Gaspar y Baltasar, sus barbas excesivamente pobladas y sus gigantescos turbantes, no ayudan a la simpatía (ni calman la paranoia) occidental. Frente a un hombre que trae regalos a nuestros hijos disfrazado de Osama Bin Laden, preferimos mil veces a Santa, por más que este se encuentre al borde de un accidente cardiovascular.

Yo me solidarizo con todos los Papá Noel de Argentina y de aquellos rincones del mundo donde haga calor en las Navidades. Estos individuos –presumiblemente desempleados o rematadamente locos-- son héroes invisibles cuando el termómetro toca los cuarenta grados. Frente a nuestro queridísimo niño Jesús, quizás demasiado dependiente del pesebre, el bueno de Santa ofrece un sentido mundano y ecuménico que me simpatiza y al que soy afín. Por ello propongo la creación de un sindicato que lo ampare (seguro social, montepío, atención de urgencias), para que en un futuro no lejano obtenga justas reivindicaciones. No hablo de subsidiar la compra de potentes aires acondicionados, pero sí que se le permita llevar bermudas, chancletas y sombrero panamá, y no esos pesados y asfixiantes atuendos que bien podrían lucir los esquimales.

¡Feliz Navidad!

Publicado en: http://prodavinci.com/2009/12/24/papa-noel-en-aprietos/

22 nov. 2009

Cuatrocuentos #6

Llegamos a la media docena de Cuatrocuentos, revista digital de cuento hispanoamericano.

Los invitamos a leer los textos inéditos de Eduardo Berti (Argentina), Mayra Santos Febres (Puerto Rico), Gloria Peirano (Argentina) y Ednodio Quintero (Venezuela).

Pasen y lean
Cuatrocuentos #6

Viejos amigos

Tengo una progresiva tendencia a hacerme de amigos octogenarios. Adoro comer, charlar y beber con hombres y mujeres que superan ese magnífico umbral. Yo me siento cómodo en su compañía, como si entre ellos y yo colgara un puente de sangre, una soga que nos une de manera metafísica.

He pensado en la razón de esto, y acá van mis conclusiones. La primera es que el trato con coetáneos se me hace cada vez más cuesta arriba. Alternar con ellos es como mirarme al espejo, y esa práctica se viene complicando a medida que pasan los días. Además, cuando uno llega a la mediana edad, se encuentra en un espantoso punto equidistante, donde no se es ni joven, ni viejo, ni niño, ni anciano, ni un coño. ¿Qué diablos soy?, me pregunto con el mismo gesto de Janet Leigh en Psicosis.

Los ancianos me fascinan porque, al llegar a esa cumbre de la edad, el ser humano o se hunde o se libera (o le ocurre las dos cosas juntas), que son dos formas, al fin y al cabo, de asumir la vida en toda su intensidad.

He leído en el diario Clarín la noticia acerca de la carrera de los 373 años, donde Efraín Wachs (91), Lorenzo Escobar (95), Manuel Rajas (95) y Andrés Costilla (93) disputaron una prueba de 4×100 metros en la Plaza Independencia de Tucumán. Estos nonagenarios se calzaron sus Nikes y echaron a correr como Usain Bolt. Wachs, el promotor de este ingenio, oro olímpico en los torneos internacionales de atletismo para veteranos, se inició en el atletismo con algo de demora, ¡a los setenta años!, luego de una exitosa carrera como ajedrecista.

Admiro a estos viejos colosales, semidioses de la vida, auténticos campeones contra la muerte. Además me entretienen sus extravagantes performances, y me hacen pensar que yo, a esa edad (y con seguridad mucho antes) mereceré el reino, no de los cielos, tampoco de los infiernos, pero algún reino, pienso yo, mereceré.

Los ancianos hacen el viaje de vuelta, y desde la ventanilla de su vehículo se ríen de este mundo. Practican el sarcasmo y la ironía, libres de todo compromiso. Como no tienen nada que perder (todo es ganancia para ellos) le cobran a la vida su revancha. Quizás no sean más ágiles pero sí más libres, y toda su chochera de opinólogos intransigentes, de ciudadanos irritables, no es más que un ejercicio de albedrío donde desestiman las estructuras de la vida, incluso las rechazan, para imponer las propias. Por eso detrás de todo viejo aparentemente loco, suele haber un viejo aparentemente sabio.

Hace poco fui a ver Minetti de Thomas Bernhard, la estupenda obra en la que actúa Juan Carlos Gené. Minetti es un anciano y fracasado actor de teatro en busca de un último papel como Rey Lear. A sus ochenta años, Gené asumió este papel trágico, y su personaje brilla como un sol negro. Es el brillo que no destella sino que se absorbe a sí mismo, un brillo que hace implosión en el fondo de nosotros. Porque los ancianos tienen eso: las cosas que hacen o dejan de hacer van directo a nuestra memoria más remota.

Ahora que la juventud es una tiranía y sus gestos se imponen de manera bastante obscena (basta observar los ritos de cierta música pop y sus subproductos), los ancianos son una nueva contracultura, nuestros actuales beatniks, o sea, los verdaderos iconoclastas de la posmodernidad, si es que aún podemos llamar así a los escurridizos días en que vivimos. Quiero decir: ante la velocidad del zapping y el video clip, proponen un elogio de la lentitud; ante el entusiasmo adolescente, ofrecen un estilo cascarrabias.

Justo cuando la expectativa de vida es más alta que nunca, la juventud impera en todos los rincones. Por supuesto hay viejos que, a contrapelo de sus años, se empeñan en practicar las mañas de ayer con el cuerpo de hoy. Esto, que no lo critico, a veces se manifiesta en forma de sainete (rinoplastias, blefaroplastias, etc.) haciendo que algunos de ellos se conviertan en la farsa de sí mismos.

Por suerte mis amigos ancianos le temen al quirófano, y antes que mutilarse para verse bellos, resguardan con celo lo poco que tienen. Además, soy de los que piensa que la mayoría de los mal llamados viejos verdes, no son sino adultos mayores con deseo. Y donde hay deseo hay vida; y donde hay vida hay amistad.

“Lo más voluptuoso que hay en todo placer se guarda para el final”, dijo el viejo Séneca en un texto titulado Ventajas de la vejez. Y en esto estoy completamente de acuerdo, pues la bandera a cuadros de un Gran Prix es la etapa más electrizante, y el último trago de nuestro whisky es el que más disfrutamos. Pero para que el final de una vida sea voluptuoso, o cuando menos satisfactorio, este debe venir con seguro médico y pensión. De no existir estas dos condiciones, todo lo dicho en estos párrafos se convertiría, de manera inmediata, en un asunto juvenil.

Publicado en: http://prodavinci.com/category/lecturas/cronicas-portenas/

En la foto: Juan Carlos Gené como Minetti