26 sept. 2008

Un mundo aterrador


Hoy imaginé un mundo habitado solamente por escritores.

Y lo primero que vino a mi mente fue la imagen de una enorme mancha extendida sobre el territorio, algo así como un gran deslave de lodo, un audaz borramiento urbano.

Esta macabra idea se me apareció al salir de la confitería Las Violetas, en pleno barrio de Almagro. Yo cargaba con una torta de cumpleaños y me dirigía rumbo a casa cuando de pronto lo vi. En toda la esquina de Medrado y Rivadavia estaba Luis Gusmán, el escritor de El frasquito, vestido completamente de negro, metido dentro de un largo sobretodo negro, parado con los pies tan leves como plumas, como si fuera a hacer algo, pero sin decidirse a hacer nada.

No se deplazaba ni a un lado ni al otro. Parecía flotar como esos personajes de la ópera china que se deslizan sin tocar el suelo. Todo indicaba que no estaba esperando a nadie, pues no miraba su reloj, ni lucía impaciente. Se trataba de un hombre absorbido por un hueco negro, no cósmico, sino barrial. Allí estaba, tan leve como un holograma, abandonado a sus propias lucubraciones, como si el resto de la ciduad no existiese, o existiese a medias, solamente lo necesaario para sumergirse en sí mismo.

No conozco personalmente a Luis Gusmán, pero su imagen algo buitresca e indecisa, aquel tipo hundido en medio del bululú de Almagro, me conmovió.

Entonces pensé, ¿y si todos fueran así?

Quiero decir, si todos los habitantes de una ciudad viviesen en ese limbo metareal de los escritores, con la mirada puesta en un largo paisaje imposible, pensando en una línea paralela de la vida, imaginando, no sé, concentrados en los abismos monologantes de cada quien, ¿cómo sería un mundo así? ¿cómo sería la socialización en una sociedad de estas características?.

La respuesta es fácil: sería un mundo aterrador, una sociedad espeluznante.

Por momentos imaginé un lugar donde todos evitáramos saludarnos en las calles (los escritores suelen hacer esto), donde nadie contestara el teléfono cuando repica (los escritores también suelen hacer esto), donde reinara el pensamiento único de la ironía y el sarcasmo (virtudes que comparten quienes garabatean unas líneas), o donde, por ejemplo, hubiesen más librerías que supermercados, más papelerías que canchas deportivas, más bibliotecas que kioskos, y más bares que panaderías. Por último, sufrí un alucinación siniestra: todos, absolutamente todos los pasajeros del metro con un libro entre las manos. Todos, sin ninguna excepción, mirando las páginas de un libro. ¡Horror!

Por eso propongo --sin ánimo de emprender una cruzada moral-- que se prohiba a los escritores andar libremente por la calle, y menos vestidos íntegramente de negro. Que eviten esas actitudes de pajarracos jorobados (se ven sumamente sospechosos), y que en la medida de lo posible miren hacia adelante, hacia la gente, y no al infinito pluscuamperfecto. Que se pongan en marcha cuando el semáforo cambia a verde, y que no anden como desbrochados, partidos al medio. En fin, que no ocupen las esquinas, sobre todo las más populosas de la ciudad, con ese físico ambivalente y ese ranking peso pluma. No le hace bien al ornato público. No le hace bien a la psiquis colectiva. Y si no pueden cambiar, entonces que disimulen un poco.

21 sept. 2008

De la descomposición


Hace varios años atrás hice unos collages para ilustrar un libro que nunca concluí. Jamás en la vida me había puesto a hacer collages; nunca fui bueno ni para el dibujo ni para la pintura y siempre envidié a mi hermano que, con apenas dos trazos, conseguía hacer un retrato. Pero el dichoso librito, por siempre inconcluso, me exigió en aquel momento algo más que palabras (y este, sin duda, fue el principio de su fin).

Puse manos a la obra: comencé a vagabundear por el barrio en busca de cualquier porquería que llamara mi atención. Escarbé en los basureros, me metí en los terrenos baldíos, incursioné en edificaciones demolidas, me sentí todo un artista trash dispuesto a rescatar algo de las ruinas de la historia. Pero nunca supe qué hacer con todo eso. Era demasiado para mí. Y al final terminé comprando cualquier clase de chucherías (plastiquitos, imperdibles, hebillitas, muñecos, etc.) en almacenes chinos a precio de saldo.

Junto con todo este tesoro, me senté en la mesa del comedor de casa, y con tijeras, goma de pegar y poco más, empecé a hacer mis collages. Lo primero que me gustó fue sentir las diferentes texturas del papel, de la tela, de la madera, el plano sobre plano, y la unión de cosas completamente diferentes. Recuerdo que junté a una regla colegial la fotografía de un torso desnudo, y a las líneas férreas de un tren que había recortado de una revista le sobrepuse la foto de un cadáver sacado de una página de Crónica.

El asunto no iba mal, pero se convirtió en una verdadera obsesión. Durante casi dos meses no escribí nada, no salí, ignoré a mi novia, no asistí a clases (estudiaba en aquel entonces) casi no leí, solamente tenía cabeza para los malditos collages. Después de toda una vida utilizando mis manos sólo para sujetar un tenedor y un cuchillo, pisar las teclas de una computadora, o para otros usos menos decorosos, sentí que de pronto esas manos despertaban a algo nuevo. ¡Una manera distinta de vincularme con el mundo! Aunque en realidad el asunto no era tan nuevo como yo pensaba, pues no había mucha diferencia entre hacer eso y escribir unas líneas.

Es decir, al juntar objetos residuales, al decidir por este recorte y no por otro, al seleccionar colores, al inclinar una figura en la cartulina, o hacer una mancha de tinta sobre una esquina del papel, estaba haciendo algo que yo más o menos conocía: estaba componiendo. O más bien descomponiendo. Porque es un mito eso de la composición. Componer es una gran mentira que se la ha creído todo el mundo. Las cosas están por naturaleza “compuestas”, y entonces uno viene y las descompone, las desarregla, las hace estallar en mil pedazos.

La diferencia entre hacer el collage y escribir estaba (o por lo menos así lo vi en aquel momento) en que las palabras eran remplazadas por otras cosas, quizás más tangibles, quizás menos ambiguas. Pero incluso esta diferencia era bastante sutil, pues al fin y al cabo las palabras se parecen mucho (y a veces pueden sustituir) a los objetos encontrados en el fondo de un basurero, a un recorte de prensa amarillento, o a un engrudo de goma de pegar Elefante.

Lo cierto es que aquellos collages los recuerdo con gran cariño. Los recuerdo especialmente cuando me siento junto a mi hijo a pintar con acuarelas o marcadores, a pegar recortes de revistas encima de cartulinas modificadas. Y también los recuerdo como un viejo y efímero amor, esos que de pronto se interrumpen sin motivo alguno y nos dejan como balbuciando.

No los conservo conmigo. Desde hace años están dentro de unas cajas a miles de kilómetros de distancia. Quiero creer que todavía se encuentran en ese depósito donde los dejé, en el sótano de un viejo edificio de Madrid. A lo mejor estarán decorando las tinieblas de esa oscura guarida, o más bien desintegrándose, descomponiéndose. Perdón, componiéndose, para volver nuevamente a su estado natural.


* El collage que ilustra este post forma parte de la muestra que John Ashbery, el poeta, mantiene actualmente en la Tibor de Nagy Gallery de Nueva York.

16 sept. 2008

De paseo


Con este sol invernal arriba de mis sienes, quiero salir a caminar, patear las aceras rotas, mirar los letreros publicitarios como quien mira en el fondo de un ojo rojo. Y dejar toda la piel en el asfalto frío, y dejar también mis omoplatos, que ahora lucen escarapelados (ignoro por qué lucen así, ¿sabes?) Miro mis pies puntiagudos y lentos demorándose en cada paso, y también hay autos veloces que rugen muy cerca de mis manos (¿qué será, por qué tanta prisa?), y no reconozco más que un puñado de cabezas que se apretujan en el semáforo como si fueran a huir (¿de qué, de quién?) Un puñado de cabezas levemente torcidas hacia la derecha. En fin, es tarde. Hoy ha sido un día completamente improductivo. Esto quiere decir, un día en que sólo he podido mirar una pantalla negra con fondo negro como un hueco negro (un día como cualquier otro, vamos), y las horas se han precipitado como una amplia mancha de chocolate. Dormí, eso creo. Pero ando con la boca levemente abierta (es un detalle, no te preocupes) Pero es tarde, insisto. Aunque no tan tarde. Todavía hay sol afuera. Lo veo estrellarse contra los edificios blancos. Los edificios blancos se estrellan a su vez contra el aire lleno de polvo. Y ese aire sucio se adelgaza cuando me asomo a mirar la transparencia que ya no existe, que se fue todavía más al sur, huyendo hacia otro invierno menos luminoso. Este sol radiante y frío me calcina. Compite con la luz de los quirófanos, o la luz del tiempo, que se hunde en mis almohadas hasta perforarlas y... ¿pero qué mierda estoy diciendo? La luz es ese ruido ensordecedor que ya no aguanto. La luz me escandaliza de una forma casi física. Debe ser que estoy cansado. Cansado de mi estúpida sombra portátil. Por suerte en un rato, ya falta poco, me pondré el abrigo. Mi viejo abrigo de solapas altas que me hace lucir tan aristocrático y temible. Con él saldré a caminar por las aceras rotas. Con él cubriré mis omoplatos que ahora parecen desintegrarse. Y con un poco de esfuerzo me elevaré unos centímetros por encima del suelo. Nadie se dará cuenta. Y lo haré lentamente, pensando en una carretera extensísima, imaginando un lugar desaparecido del todo, un desierto que quepa en una mano. Pero solamente contigo. Los dos juntos. Escucha bien: debajo de los árboles esqueléticos, enamorados de nuestra propia y maravillosa lentitud, quiero ver tus pies, separados levemente del suelo, acompañando a los míos.

15 sept. 2008

Vuelo nocturno


Antoine de Saint-Exupéry odió Buenos Aires:
en esta ciudad soy un prisionero… Buenos Aires, ciudad lúgubre… gentes tristes y ni un lugar donde pasear… detesto tanto la Argentina, y sobre todo Buenos Aires… una enorme ciudad de cemento….


Vivió en el sexto piso de la galería Güemes en la calle Florida durante más de un año. Llegó en 1929 para hacer los primeros y arriesgados vuelos nocturnos en Argentina para la empresa Áeropostale, la misma que años después se llamaría Compagnie Générale Aéropostale, y que en 1933 pasaría a ser Aeropostal, la conocida línea aérea venezolana.

Vivió en una soledad absoluta. No tenía amigos. No tenía mujer (conocería a Concuelo Suncin, su mujer, meses más tarde) No conocía más que a sus colegas pilotos. Había publicado dos libros, pero aún no era el autor célebre que luego sería. En una época en que hervía la vida literaria en Buenos Aires: las revistas Martín Fierro, Proa, Sur, las tertulias, Borges, Macedonio, etc., sólo tuvo por compañía un cachorro de foca que había adquirido como mascota y que vivía en la bañera de su departamento.

Pero odiar una ciudad, o sufrir de una soledad tal que necesitemos la compañía de una foca, no es tan inquietante como el hecho de que, en semejantes condiciones, Saint-Exupéry escribió la que sin duda es su mejor novela: Vuelo nocturno. Y esa novela no podía hablar de otra cosa: la lucha de un hombre, Fabien, un piloto, que vuela casi a ciegas, en medio de una tormenta, en mitad de la noche.

Siempre me ha inquietado el hecho de que en algún cuarto de alguna pensión, escondida, ignorada y completamente sola, haya una persona pensando, imaginando, inventando, escribiendo algo.

Saint-Exupéry escribió la epopeya de un piloto nocturno, mientras la ciudad donde vivía prácticamente no existía para él. Cuando no estaba arriba de un avión, se encerraba en un cuarto a novelar su propia experiencia.

Voló casi a ciegas por los cielos nocturnos de Suramérica, en una época en que apenas había una vieja brújula para orientarse, la comunicación con tierra se hacía a través de un primitivo radiotelégrafo, y sólo se contaba con la vista como única guía en medio de la noche.

Escribir se parece mucho a estos vuelos nocturnos.

Pero la brújula de quien lo hace suele estar averiada, no hay comunicación con ningún radiotelégrafo, la vista a menudo está nublada, y sin embargo no hay nada heroico en ello.

10 sept. 2008

La vitalidad deficiente, o el síndrome Balzac


Conozco a un tipo que, tras haber publicado un libro de relatos fantásticos, quiso convencer a sus lectores de que había sustraído horas y horas de sueño para escribirlo. Decía que su jornada comenzaba temprano en la mañana, y luego, en la noche, tras un extenuante día de trabajo, quemaba sus pestañas frente a la computadora, hasta la madrugada.

Un día le pregunté:

-¿Y usted cuándo duerme, señor?

–Dormir es un lujo que no puedo darme –dijo-. Y se alejó cargando con una joroba de proyectos literarios.

Yo quisiera saber si un buen libro (o librito, aunque sea) se puede escribir sin estar bien descansado y bien desayunado. Y también quisiera saber hasta cuándo habrá en este mundo escritores que ostentan su abatimiento y sus desmaquilladas ojeras, como un trofeo ganado al trabajo.

Quizás lo que está detrás de estas demostraciones, sea el hecho de que todo escritor siente que la gente lo trata como a un miserable vago, que la sociedad entera lo considera un parásito apestoso, y que, a pesar de sus desvelos, con su talento no consigue más que un puñado de viáticos.

No critico al escritor profesional, ése que se gana la vida vendiendo su palabras al mejor postor. Roberto Arlt es un buen ejemplo de esto. Los verdaderos escritores profesionales no se andan con esos alardes. Yo jamás le he oído decir a Vargas Llosa lo trabajador que es, lo aplicado que es. Y si hay un escritor trabajador y aplicado ese es el peruano.

Balzac --Titán de las letras-- nuncá se jactó de ser un escritor industrioso, y eso que escribía más de quince horas al día, bajo el amparo de cincuenta tazas de café negro. Su proyecto literario incluía 137 novelas, pero apenas alcanzó a escribir una tercera parte (que ya es una cifra escandalosa).

Creo que esto está vinculado con aquella vieja superstición que valora el número de páginas y su peso en kilogramos. Suelo escuchar cierto tonito sardónico cuando se juzga a un escritor por la brevedad de su obra, y hay quienes se lamentan de esa brevedad, como las abuelas se lamentan del nacimiento de un varón chiquitico y con bajo peso.

Pero lo peor es que este asunto de la brevedad, la vinculan algunos con la capacidad de trabajo, y asocian esta capacidad, supuestamente débil, con la debilidad por el alcohol (que suele ser más o menos frecuente en los escritores, pero también en los cirujanos y magistrados), o con la frecuencia con que éste se masturba, o con su tendencia a tomar antidepresivos, o con cualquier otro asunto de orden más bien íntimo que público.

De niño siempre odié a quienes se sentaban en la primera fila de clase. Ese entusiasmo imberbe, todavía hoy, me es deplorable. Me parecía que aquellos chicos enardecidos le quitaban lustre a eso que la educación debe tener: entereza, estoicismo. Y creo que esa actitud, nacida en la más tierna infancia, es el germen de lo que yo llamo el síndrome Balzac, y que puede extrapolarse a todo profesional que sueñe con un Parnaso hecho a su medida.

Entre las muchas carestías de quienes sufren este síndrome está la del reconocimiento social. Se trata de individuos que exigen que la sociedad los acepte, pero no como un miembro más, sino como un miembro ilustrado. Últimamente he escuchado estos reclamos y reivindicaciones gremiales, y me ha dado urticaria en la vesícula. No porque no crea en el esfuerzo, ni en un seguro de hospitalización, cirugía y maternidad para los escritores, sino porque la imagen del escritor extenuado, padeciendo la doble jornada laboral, me resulta un chantaje y también una sensiblería.

Stevenson decía:
mostrar una excesiva diligencia, ya en la escuela o en la universidad, en la iglesia o en el comercio, es un síntoma de vitalidad deficiente; y cierta facultad para la vagancia implica un universal apetito y un fuerte sentido de la identidad personal.


Creo que esto calza perfectamente para los escritores, aunque más por lo del apetito que por lo de la identidad personal, que ya la tienen, y de sobra.

4 sept. 2008

Libros poderosos


Todos los días, cuando voy a buscar a mi hijo al jardín, paso al lado de un señor muy humilde que siempre está sentado en la acera, encima de unos viejos cartones, leyendo libros.

Tendrá unos cincuenta años, pelo empegostado, ropas inmundas y holgadas, y manos con uñas larguísimas. Se sienta justo en un claro donde el sol calienta. Como ahora es invierno (esto es Buenos Aires, hermisferio sur, el mundo al revés, en fin), alguien como él debe procurarse calor en la calle.

He pasado por ahí no sé cuántas veces: cuarenta, cincuenta, sesenta veces. Y siempre lo veo en el mismo sitio, andrajoso, solitario, leyendo.

El otro día lo miré con insistencia. Creo que fui indiscreto. Entonces levantó la mirada y me miró con ojos turbios, como desde el fondo de un pozo.

No sé si fue su mirada o qué, pero desde ese día me ronda la idea de regalarle un libro.

He intentado dar con sus gustos de lector, pero no he podido determinar qué diablos lee: ninguno de sus libros tiene portada ni contraportada, sus páginas están amarillentas, parecen objetos rescatados de un desastre.

Pero la idea me vuelve: quiero regalarle un libro a este hombre. ¿Qué libro puedo ser ése?

Antes que nada debo arrancarme la idea de regalarle algo que "le sirva". Fue lo primero que me vino a la mente: algo útil. Pero no soy quien para aconsejarle nada a este señor. Mis consejos suelen ser poco estimulantes y casi siempre confusos.

De modo que no: nada de lecturas didácticas o enaltecedoreas o encomiables. No. Debo regalarle algo con que se distraiga, que lo haga reír. Simplemente eso.

Pero incluso esta opción contiene un principio moral estúpido: "pobre hombre, está triste, démosle alegría". Pues tampoco. Me niego. Así no son las cosas. Ni de vaina.

Y pensando en las diversas opciones que tenía a mano, es decir alimentándome de pensamientos peregrinos, de pronto me vino a la mente un nombre: Stevenson. Robert Louis Stevenson.

¿La isla del tesoro? ¿El club de los suicidas? ¿Bajamar? Pero, ¿qué diablos puede hacer un pordiosero, frente a las costas de Caracas buscando un tesoro escondido? No, nada de aventuritas. Definitivamente no. Pero la solución estaba cerca...

A los pocos días ya lo había decidido: le regalaría Dr. Yekill and Mr. Hyde. Claro, sería la lectura más indicada. Este pobre hombre se miraría allí y soñaría con un cambio abrupto, físico, bestial, violento. Una transformación, pero no como resultado de un aprendizaje, de una evolución, sino como algo arrancado a dentalladas. De modo que nada de hacerse el pordiosero melindroso que lee en las calles, mientras la gente lo mira con cierta lástima. Que sueñe con su propia liberación, y que esta sea brutal, destructiva: salir de la coraza que le puso la vida encima y aunque sea leyendo, se vengue salvajemente de su miseria, que explote.

2 sept. 2008

Hecho añicos


¿De qué sirve mi venezolanidad --de existir eso-- para escribir? O dicho al revés ¿De qué sirve –horror— mi extranjería? El asunto de la identidad nacional vinculada a la literatura es algo bastante odioso, pero sobre todo falso. En lo particular, si pienso en un caso “representativo” como por ejemplo, Cabrera Infante y su supuesta “cubanidad”, yo seguiré viendo en sus libros al mago Cabrera Infante y no a Cuba. O por lo menos no a una Cuba inmanente, sino un lugar creado por Cabrera. La literatura, por lo menos la que nos ha tocado hoy en día, no pretende perfilar una nación, o revelar una idiosincrasia, sino componer una mirada de algo que, desde ya, está roto: un lugar, cualquier lugar, y ese lugar puede ser un país. Y un país no es más que la pieza de un rompecabezas; un pedazo roto, digamos, de un mundo que se ha hecho añicos. Nosotros somos los sobrevivientes de esos añicos. Cuando alguien escribe, no escribe como venezolano, o argentino, o americano, escribe como sobreviviente de un mundo roto, es decir, escribe como escritor y punto.