24 dic. 2009

Papá Noel en aprietos

Ayer fui con mi hijo al parque, y como es costumbre en esta época, había un Papá Noel metido dentro de una carpa, sentado en su trono, dispuesto a tomarse fotos con los niños. La cola de enanos era kilométrica y aquella carpa no era, precisamente, la fresca tienda de un jeque, sino un asfixiante armatoste de plástico. A las dos de la tarde el sol derretía hasta las ideas y no soplaba ni un poco de brisa. A pesar de los dos ventiladores y de las chicas que lo hidrataban con vasitos de agua, Papá Noel lucía sofocado. Aquel hombre (un abuelo contratado por su barba, pero quizás más por su pobreza) era un fuerte candidato al paro respiratorio.

Al verlo así, en aprietos, lo imaginé en el marco de una versión más tropical. Por ejemplo, luciendo indumentaria de lino para satisfacer a los espíritus más fashion, o sencillamente en shorts y sombrero panamá, sandalias y barba de tres días. La imagen no correspondería con la de nuestros sueños infantiles, es cierto, pero más vale un Papá Noel afuera que adentro de una ambulancia. Porque darle una alegría a un niño no amerita sacrificar la vida de un adulto ¿O sí?

Papá Noel (San Nicolás, Santa Claus, o como quieran llamarlo) es un personaje rabiosamente pop, como lo puede ser Barney. Parece un Dios gentil y obeso, y ocupa un lugar primordial en los altares infantiles. Mi hijo, por ejemplo, estuvo hablando de Papá Noel durante todo el año, desde enero hasta noviembre, y cada vez que veía un avión surcar los cielos decía: “¡Papá Noel! ¡Allá va Papá Noel!” Yo le explicaba que no, que Papá Noel no venía en avión sino en un trineo empujado por renos, una especie de venados voladores, pero que todavía faltaba para verlo, que tuviera paciencia. Sin embargo él insistía: “¡Papá Noel! ¡Allá va Papá Noel!”.

La leyenda se perdió en el camino y ya no responde a una tradición específica. Santa Claus, a estas alturas, es un damnificado de sí mismo. Si es originario de Bari, de Laponia, o del Polo Norte, a nadie le importa. Además, desde que en 1931 la Coca Cola lo absorbiera como imagen de sus diabólicas botellitas, el personaje se ha prestado para todo tipo de dislate. Ya no se trata de una tradición sino de una distracción. Ya no es un mito sino un entretenimiento.

Hace rato que los Reyes Magos perdieron popularidad. En España hay personas, campeones de la epopeya bíblica, que luchan por imponer a los Reyes frente el exitoso Santa. Quizás la indumentaria demasiado “Oriente Medio” de Melchor, Gaspar y Baltasar, sus barbas excesivamente pobladas y sus gigantescos turbantes, no ayudan a la simpatía (ni calman la paranoia) occidental. Frente a un hombre que trae regalos a nuestros hijos disfrazado de Osama Bin Laden, preferimos mil veces a Santa, por más que este se encuentre al borde de un accidente cardiovascular.

Yo me solidarizo con todos los Papá Noel de Argentina y de aquellos rincones del mundo donde haga calor en las Navidades. Estos individuos –presumiblemente desempleados o rematadamente locos-- son héroes invisibles cuando el termómetro toca los cuarenta grados. Frente a nuestro queridísimo niño Jesús, quizás demasiado dependiente del pesebre, el bueno de Santa ofrece un sentido mundano y ecuménico que me simpatiza y al que soy afín. Por ello propongo la creación de un sindicato que lo ampare (seguro social, montepío, atención de urgencias), para que en un futuro no lejano obtenga justas reivindicaciones. No hablo de subsidiar la compra de potentes aires acondicionados, pero sí que se le permita llevar bermudas, chancletas y sombrero panamá, y no esos pesados y asfixiantes atuendos que bien podrían lucir los esquimales.

¡Feliz Navidad!

Publicado en: http://prodavinci.com/2009/12/24/papa-noel-en-aprietos/

22 nov. 2009

Cuatrocuentos #6

Llegamos a la media docena de Cuatrocuentos, revista digital de cuento hispanoamericano.

Los invitamos a leer los textos inéditos de Eduardo Berti (Argentina), Mayra Santos Febres (Puerto Rico), Gloria Peirano (Argentina) y Ednodio Quintero (Venezuela).

Pasen y lean
Cuatrocuentos #6

Viejos amigos

Tengo una progresiva tendencia a hacerme de amigos octogenarios. Adoro comer, charlar y beber con hombres y mujeres que superan ese magnífico umbral. Yo me siento cómodo en su compañía, como si entre ellos y yo colgara un puente de sangre, una soga que nos une de manera metafísica.

He pensado en la razón de esto, y acá van mis conclusiones. La primera es que el trato con coetáneos se me hace cada vez más cuesta arriba. Alternar con ellos es como mirarme al espejo, y esa práctica se viene complicando a medida que pasan los días. Además, cuando uno llega a la mediana edad, se encuentra en un espantoso punto equidistante, donde no se es ni joven, ni viejo, ni niño, ni anciano, ni un coño. ¿Qué diablos soy?, me pregunto con el mismo gesto de Janet Leigh en Psicosis.

Los ancianos me fascinan porque, al llegar a esa cumbre de la edad, el ser humano o se hunde o se libera (o le ocurre las dos cosas juntas), que son dos formas, al fin y al cabo, de asumir la vida en toda su intensidad.

He leído en el diario Clarín la noticia acerca de la carrera de los 373 años, donde Efraín Wachs (91), Lorenzo Escobar (95), Manuel Rajas (95) y Andrés Costilla (93) disputaron una prueba de 4×100 metros en la Plaza Independencia de Tucumán. Estos nonagenarios se calzaron sus Nikes y echaron a correr como Usain Bolt. Wachs, el promotor de este ingenio, oro olímpico en los torneos internacionales de atletismo para veteranos, se inició en el atletismo con algo de demora, ¡a los setenta años!, luego de una exitosa carrera como ajedrecista.

Admiro a estos viejos colosales, semidioses de la vida, auténticos campeones contra la muerte. Además me entretienen sus extravagantes performances, y me hacen pensar que yo, a esa edad (y con seguridad mucho antes) mereceré el reino, no de los cielos, tampoco de los infiernos, pero algún reino, pienso yo, mereceré.

Los ancianos hacen el viaje de vuelta, y desde la ventanilla de su vehículo se ríen de este mundo. Practican el sarcasmo y la ironía, libres de todo compromiso. Como no tienen nada que perder (todo es ganancia para ellos) le cobran a la vida su revancha. Quizás no sean más ágiles pero sí más libres, y toda su chochera de opinólogos intransigentes, de ciudadanos irritables, no es más que un ejercicio de albedrío donde desestiman las estructuras de la vida, incluso las rechazan, para imponer las propias. Por eso detrás de todo viejo aparentemente loco, suele haber un viejo aparentemente sabio.

Hace poco fui a ver Minetti de Thomas Bernhard, la estupenda obra en la que actúa Juan Carlos Gené. Minetti es un anciano y fracasado actor de teatro en busca de un último papel como Rey Lear. A sus ochenta años, Gené asumió este papel trágico, y su personaje brilla como un sol negro. Es el brillo que no destella sino que se absorbe a sí mismo, un brillo que hace implosión en el fondo de nosotros. Porque los ancianos tienen eso: las cosas que hacen o dejan de hacer van directo a nuestra memoria más remota.

Ahora que la juventud es una tiranía y sus gestos se imponen de manera bastante obscena (basta observar los ritos de cierta música pop y sus subproductos), los ancianos son una nueva contracultura, nuestros actuales beatniks, o sea, los verdaderos iconoclastas de la posmodernidad, si es que aún podemos llamar así a los escurridizos días en que vivimos. Quiero decir: ante la velocidad del zapping y el video clip, proponen un elogio de la lentitud; ante el entusiasmo adolescente, ofrecen un estilo cascarrabias.

Justo cuando la expectativa de vida es más alta que nunca, la juventud impera en todos los rincones. Por supuesto hay viejos que, a contrapelo de sus años, se empeñan en practicar las mañas de ayer con el cuerpo de hoy. Esto, que no lo critico, a veces se manifiesta en forma de sainete (rinoplastias, blefaroplastias, etc.) haciendo que algunos de ellos se conviertan en la farsa de sí mismos.

Por suerte mis amigos ancianos le temen al quirófano, y antes que mutilarse para verse bellos, resguardan con celo lo poco que tienen. Además, soy de los que piensa que la mayoría de los mal llamados viejos verdes, no son sino adultos mayores con deseo. Y donde hay deseo hay vida; y donde hay vida hay amistad.

“Lo más voluptuoso que hay en todo placer se guarda para el final”, dijo el viejo Séneca en un texto titulado Ventajas de la vejez. Y en esto estoy completamente de acuerdo, pues la bandera a cuadros de un Gran Prix es la etapa más electrizante, y el último trago de nuestro whisky es el que más disfrutamos. Pero para que el final de una vida sea voluptuoso, o cuando menos satisfactorio, este debe venir con seguro médico y pensión. De no existir estas dos condiciones, todo lo dicho en estos párrafos se convertiría, de manera inmediata, en un asunto juvenil.

Publicado en: http://prodavinci.com/category/lecturas/cronicas-portenas/

En la foto: Juan Carlos Gené como Minetti

29 oct. 2009

Excavación sin fin

Copio la reseña escrita por el poeta y crítico Luis Moreno Villamediana sobre mi novela Bajo tierra, publicada en 500ejemplares:

Desde la aliteración inicial, la novela de Gustavo Valle, Bajo tierra (Caracas: Norma, 2009), establece un sistema de rehechuras. “Hay mucha gente buscando a otra gente y eso se siente, de verdad que se siente”: lo que en esa frase se logra con la clonación de unos fonemas, en el contexto más amplio se registra con las parciales simetrías de las circunstancias y la anécdota. Más que el patrón perfecto de las homologías, a Valle le interesan las variaciones donde se reconoce el sustrato común. La catástrofe del principio, el terremoto de Caracas en el sesenta y siete, se replica casi al final en el deslave de Vargas en el noventa y nueve; pero cada evento certificable cuenta acá menos como signo de un ciclo natural que como hitos en la vida de Sebastián C. La novela no deprecia la significación material de los hechos, pero los articula como instantes en la relación del narrador con la figura de su padre. Lo reiterado cobra la cualidad de aquello que es a la vez familiar y distinto, e insiste en esa diferencia—un deslave no es lo mismo que un sismo, por mucho que se pueda apuntar a la estadística igualitaria de víctimas. Los sucesos vienen definidos de ese modo por los lazos que se dan en la recíproca y defectiva traducción de uno en otro. A fin de cuentas, la similitud sólo establece la ilusión de que algo puede explicarse. Bajo tierra no lidia jamás con esa vanidad.

Para seguir leyendo, hacer click aquí

5 oct. 2009

Equinoccio de poesía

Tres buenos amigos presentan sus libros de poemas, bajo padrinaje de tres presentadores de lujo.

Mañana martes, 7:oo pm, Caracas ,Venezuela.

Mucha merde!

1 oct. 2009

Carne argentina *

“El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y sobre todo jugosa –agregaría yo sin temblor. Porque ante un bife de chorizo, un vacío, o un suculento asado de tira, el mundo gana en tentaciones y lujuria. Quien haya pisado estas australes latitudes sabe que debe contar, dentro de su botiquín de primeros auxilios y cuidados personales, con un buen abogado, y un mejor carnicero.

Cacho, mi carnicero de confianza, es toda una institución en el barrio. Además de pertenecer a la barra brava del Club Atlético Chacarita Juniors, selecciona la mejor carne con los ojos cerrados. Totalmente calvo, de manos hipertrofiadas, joroba monumental y pies que parecen los del eslabón perdido, Cacho se gana, con su aspecto de matón, el cariño de ancianos, mujeres, y niños.

Todos los domingos va a la cancha a hinchar por Chacarita, un cuadro cuya mejor actuación data de 1969, y hoy ocupa el último lugar en la tabla de clasificaciones. Coronando la cámara refrigerante de su negocio, está el banderín del equipo, y encima de la sierra corta chuletas, una enorme foto con la dedicatoria de todos los jugadores. Fútbol y carne se hermanan en el local de Cacho como el ying y el yang de una fervorosa utopía vernácula.

Una vez le pregunté por Isabel Sarli, la despampanante diva de los años 60, y mencioné la película “Carne”, donde ella era violada dentro de un cámara frigorífica, encima de unos enormes y sanguinolentos costillares. Cacho me miró con ojos aguados, parecidos a los de un becerro. “¡Ah, la Coca Sarli!”, me dijo casi entre lágrimas. Y se dispuso a contarme cómo su vocación carnicera había nacido de la admiración por aquella apetitosa Tongolele de la pampa.

Con sus enormes cuchillos siempre afilados, Cacho parecería un asesino serial si no fuera por su voz suave y su sonrisa ingenua. Con esa misma voz me dijo un día: “un cuchillo seguro es un cuchillo afilado”. Lo dijo al ver mi dedo envuelto en una curita, y adivinó que me había herido cortando carne. La paradoja del arma que, en su mayor nivel de peligrosidad adquiere seguridad, fue la mejor prueba de que Cacho era, además de carnicero (o precisamente por eso) un hombre sabio.

Un día, para sorpresa de sus clientes y sin aviso previo, desapareció del local. Todo el mundo se preguntaba dónde diablos se habría metido. Muchos especularon con su salud (es un hombre mayor), pero yo sólo pude imaginarme un episodio violento: quizás alguna represalia entre barras bravas de Chacarita y Atlanta, enemigos a muerte en el fútbol nacional. Incluso pensé en algo parecido al famoso cuento de Echeverría, “El matadero”, donde una legión de federales arremete contra un unitario en medio de una Buenos Aires inundada y sin carne.

Mis teorías no estaban del todo erradas: Cacho volvió a las dos semanas cojeando de una pierna. Según su propia versión, uno de sus enormes cuchillos había resbalado de sus manos para herirle gravemente en el muslo. Lo que resultaba sospechoso era que Esteban, el verdulero que acompaña a Cacho en el negocio de al lado, jamás advirtió el accidente. Para colmo el carnicero lucía irritable, y su actitud desconfiada era la de un individuo metido en algo turbio.

Con los días (y los antibióticos) la herida de Cacho cicatrizó, y su habitual buen talante volvió a su cauce. Pero las sospechas acerca de lo ocurrido siguieron sobrevolándome. La visita de una patrulla de la policía, y un aislado episodio con un cliente, estimularon mis fantásticas hipótesis.

Como es de suponer, esto no impidió que frecuentara su negocio. Todo lo contrario. Sus cortes y su amistad fueron motivos suficientes para incrementar mis visitas. Además, me esforcé por construir una justificación a mi medida: el placer lujurioso de la carne debía venir acompañado de una especulación criminal. Y cuando veo a Cacho con sus cuchillos afilados, no puedo hacer otra cosa que pedirle un kilo de bifes, e inventarme el capítulo de un invisible film noir.

Desde entonces sé que para vivir en esta ciudad hace falta contar con un buen carnicero, y un mejor abogado. En estas australes latitudes la ley –como la carne- es débil.

* Integra mis Crónicas porteñas, en el portal http://www.prodavinci.com/

19 sept. 2009

Cuatrocuentos #5



Con textos de Marta Aponte Alsina (Puerto Rico), Hipólito G. Navarro (España), Marcelo Damiani (Argentina) y Fedosy Santaella (Venezuela).

Esto es
Cuatrocuentos #5.

14 ago. 2009

Revelación de la servilleta

Madrid. Para poder escribir una novela me instalé en una pensión. Yo la llamaba la pensión Galileo, pues todo giraba a su alrededor. Allí vivían, entre otros individuos, un fotógrafo porno de Guayaquil, y un sin fin de estudiantes latinoamericanos; estudiantes latinoamericanos hay hasta debajo de las alfombras. En la entrada estaba Mario, el portero, un militante del Partido Comunista que mascullaba consignas con un puro imantado a su boca.

Un día de invierno seco y estepario, se rompió la calefacción. A mi habitación llegó una cuadrilla de obreros integrada por Beto, el capataz asturiano, y un tipo de Lituania que no hablaba español y que respondía al nombre de Vasili. Trajeron picos, palas, bolsas para escombros, mandarrias. La relación entre ambos era, digamos, ortodoxa: Beto ordenaba, y Vasili, con cara de mujik imperturbable, obedecía. El asturiano localizó la línea del zócalo, y mientras señalaba a un punto imaginario, dijo:

-¡Aquí, Vasili, rompe! Y Vasili, que era fuerte como un oso, descargó un mandarriazo.

-¡Allá, Vasili, rompe! Y el lituano multiplicó los boquetes.

Al cabo de una hora mi habitación era una ruina. La fuga de aire, de gas, de agua caliente, nunca supe de qué, jamás la encontraron. Beto y Vasili se fueron y yo me quedé escribiendo. Sentado en mi mesita redonda, frente a la computadora, con dramatismo me dije a mí mismo:

--Jamás podré escribir la puta novela.

Ese era mi lugar. El lugar del escritor. Frente a la mesita redonda, tiritando de frío, mirando los boquetes de Vasili. Tras unos minutos en blanco, apagué la máquina y me entretuve leyendo el “Poema sobre el desastre de Lisboa” de Voltaire.

Cambié de habitación. Me dieron una interna, cuya ventana daba a los departamentos posteriores del edificio. Allí instalé mi mesita, mi computadora y ordené mis libros.

Un día, mientras estaba tecleando, observé en el departamento de enfrente movimientos sospechosos. Eché mano de mis binóculos y quedé petrificado al ver aquello: era el fotógrafo porno de Guayaquil. La ventana de mi habitación daba justo al estudio del profesional ecuatoriano.

Ahorraré los detalles de este perturbador descubrimiento. Sólo diré que fueron días de gran sequía intelectual, y no pude más que garabatear algunas líneas, todas desechables. Acarreé una especie de estopa mental de la que me fue imposible sustraerme. Previendo una sequía demasiado prolongada, pedí cambio de habitación, y para ello hablé con Mario, el de la portería.

Mario me indicó que debía hablar con Lucía, y Lucía me dijo que mejor hablara con Francisco, quien me obligó a llenar un formulario. Cuando le entregué el formulario, Francisco me dijo que no había habitaciones disponibles. Y como mis economías eran precarias, opté por compartir con unos venezolanos.

El grupo de venezolanos estaba integrado por tres buscavidas que trabajaban como relaciones públicas en las discotecas de Madrid. Su jornada laboral comenzaba a las doce de las noche y terminaba a las diez de la mañana. Perfecto para mis hábitos literarios, pensé, pues podía escribir todo el día, mientras los RRPP descansaban. Y así fue. Pero apenas se paraban de la cama, mi jornada concluía. Ponían La Oreja de Van Gogh a todo volumen, e iniciaban la preparación de su única comida diaria: espaguetis con atún.

Pronto me largué de allí, y fui a parar al piso de un Cordobés que adoraba al presidente Chávez. Pero más que a Chávez adoraba a una blonda alemana que compartía el piso con él. Por alguna razón que yo jamás comprendí, el cordobés pensó que yo cortejaba a la blonda alemana. Y entre sus vivas a Chávez y sus celos imaginarios, juzgué conveniente marcharme antes de desencadenar otro Cordobazo.

Salí arrastrando mi valija, mi computadora, mis libros, a lo largo de un Madrid nocturno, que ahora me era hostil.

Mientras caminaba pensé en lo desdichado que era, en el destino que me había tocado, y en cómo diablos iba a hacer para encontrar un lugar tranquilo, no digo un estudio con biblioteca y perro fiel, sino simplemente un lugar donde poder escribir.

Pernocté en un hotelucho en Moncloa, cuyas sábanas (y también su dueño) apestaban a naftalina. No recuerdo cuál de las pesadillas que tuve fue más espeluznante: si la del avión en llamas, o la del escritor fracasado. Al día siguiente, salté de la cama, y sin apenas probar el desayuno, me fui ir a Barajas para subirme a un avión rumbo a Buenos Aires.

Mi llegada a Buenos Aires coincidió con el corralito. Como había abierto una pequeña cuenta bancaria, tuve enormes inconvenientes para usar mi propio dinero. A mi precaria economía se sumaba ahora la precariedad argentina. Pronto me convertí en escritor fantasma, convencido de que de esa forma podía encontrar algo más de dinero, y con ello un domicilio menos transitorio. Escribí acerca de la aristocracia europea, concretamente sobre el aporte de las marquesas y condesas; escribí acerca de la diabetes en adultos mayores; y también sobre política --un diputado contrató mis servicios, meses antes de una campaña electoral.

No me fue mal. Pero pronto advertí que a un escritor fantasma nadie lo ve, y si nadie lo ve, nadie lo encuentra. Y si nadie lo encuentra, no existe. Y por aquella época yo necesitaba existir, pero sobre todo necesitaba un domicilio, un lugar donde estar, un lugar para escribir.

Arrendé un estupendo espacio en el barrio de Villa Crespo con el firme propósito de concluir mi novela. Me encerré a cal y canto y sólo salía al banco a sacar mi ración de pesos que el corralito me permitía, y también al almacén de los chinos a comprar enlatados, café y carne.

Compré una mesa de saldo, encima puse la computadora, y la coloqué frente a la ventana. Tras la ventana había un árbol; tras el árbol, otro edificio. Justo allí, paraba el colectivo de la línea 19, y cada diez minutos se escuchaba el frenazo, el abrir y cerrar de las puertas batientes y el rugir escandaloso del motor a diesel. Con amargura advertí que el barrio no era lo que yo esperaba. Además del colectivo, deambulaba una pandilla de fieritas, unos veinte jóvenes desocupados que se reunían a fumar marihuana y darse puñetazos. En sus ratos libres tomaban sol en la acera de enfrente. Traían sus toallas, las extendían en la acera y untaban sus cuerpos con aceite de coco.

Recordé a Séneca. Vivió toda su vida encima de unos baños romanos y tuvo que soportar estoicamente el ruido, las risotadas, la peleas de los clientes mientras trataba de escribir y pensar. En algún momento quiso mudarse, pero recapacitó: ¿De que sirve --se dijo a sí mismo— salir, irme a otra parte, si adonde vaya siempre llevaré el mismo equipaje?

Un día los fieritas dispusieron un bullicioso sarao matutino. Yo, para mantener mi equilibrio mental, decidí irme a la Biblioteca. Subí a la sala de lectura y conseguí un lugar idóneo para trabajar: había tomacorrientes debajo de la mesa para enchufar la computadora, y tenía el Río de la Plata frente a mí. Las palabras me picaban en los dedos y rápidamente retomé la escritura. Escribí dos, hasta tres párrafos bastante potables. En ese momento sentí un gran alivio, como cuando uno alcanza el mingitorio antes del desastre. Atribuí esta inspiración (o evacuación) a la vista del río, al aire acondicionado y al sillón confortable. Así estuve unos minutos, sumergido en el opio de mis propias palabras hasta que, a eso de las once, escuché una alarma estentórea, y vi luces rojas titilando por todas partes. Un vigilante apareció como un vendaval y me exigió salir de inmediato. Todos los que estábamos allí juntamos nuestras cosas y corrimos velozmente hacia las escaleras, donde ya se sentía el olor del humo. No referiré la histeria propia de estas ocaciones, los traspiés, los gritos, el nerviosismo. Por instantes me sentí un intelectual copto huyendo del incendio de Alejandría. Pero corrí con suerte. Al cabo de unos minutos había hecho pie en la planta baja y pude salir indemne para observar la acción de los bomberos. El incendio se había producido en el área administrativa, y no alcanzó a devorar un solo libro.

Al salir de la biblioteca me detuve en un bar a meditar acerca de mi destino. Me sentía una ceniza arrojada, un microbio que el planeta rechaza. Pedí una cerveza y me la tomé en dos tragos. Pedí otra. A través de la ventana miré a la gente pasar. La mayoría eran turistas. De pronto, como si hubiese sufrido un pico de presión, me volvieron las ganas de escribir (atributo de las cervezas, sin duda) y en una servilleta emborroné un poema. Por supuesto, este no podía ser otro que el “Poema sobre el desastre de Lisboa” de Voltaire, pero en su versión tropicalizada y miniatura.

Entonces tuve esta revelación: la servilleta es el mejor amigo del escritor. Ella tiene algo que el papel o la pantalla no tienen: sentido de la oportunidad. Siempre hay una servilleta a mano para albergar una idea, una ráfaga, una angustia. Pero hay un inconveniente: la servilleta está destinada a ir a la basura. Se me ocurrió entonces hacer una antología de textos escritos en servilletas, como una forma de justicia y reparación literaria. Imaginé este título: “Escritura volátil: literatura sin equipaje”. El libro contaría con una hipótesis sencilla (y esta fue la segunda revelación): El lugar del escritor está en una servilleta. Que no es otra cosa que decir: el lugar del escritor es materia desechable. Porque el problema de todo escritor no es el lugar que ocupa, sino el tiempo, que dicho sea de paso es breve, anacrónico, y muy mal pagado.

21 jul. 2009

Cuatrocuentos #3



Viajeros, lectores, paseantes hipotéticos, ya está a vuestra disposición el número 3 de Cuatrocuentos. Con la valiosa participación de Patricia Suárez (Argentina), Miguel Gomes (Venezuela), Viviana Paletta (Argentina) y Uriel Quesada (Costa Rica).

Pasen y repasen; lean y relean Cuatrocuentos.

6 jul. 2009

Prosas apátridas


Con Ilustración del gran Hermenegildo Sabat, este recuerdo de Alejandro Rossi y de su inigualable Manual del distraído. Revista Ñ, diario Clarín (04/07/2009)

13 jun. 2009

9 jun. 2009

Revista Cuatrocuentos #2

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Ya salió Cuatrocuentos #2, revista de relato hispanoamericano

Con la participación de Eduardo Muslip (Argentina), Claudia Hernández (El Salvador), Rubi Guerra (Venezuela) y Pía Bouzas (Argentina).

Pasen y lean:
Cuatrocuentos.

18 may. 2009

Un cocoliche pampa-caribe


El sábado pasado apareció en la Revista Ñ del diario Clarín esta columna. Se trata, como me dijo una amiga, de mi champú lingüístico. La cuelgo acá, pues no está disponible en la web. Y otra cosa: a pesar del enorme parecido con el tipo de la ilustración, parado delante de banderas tricolor y albiceleste, juro que no soy yo ese vendedor de platanitos.

Si pinchas en la imagen, entiendo que se agranda.

11 may. 2009

El mapa del Capitán Flint

Comienzo a tomar notas. Doy rienda suelta a la acumulación de datos, sueños, desvíos, cuentas, caminos errados. Lleno la página de pistas falsas, de espejismos, algún oasis en medio de unas moribundas palmeras. Me divierto desperdigando líneas menores, veo incluso rostros velados, como tras una cortina, que me piden un empujón, del balcón hacia abajo, del balcón hacia arriba. Y me empapo en esta tarea de ir a ningún lado, tomando notas, sólo apilando informes dudosos, como si yo fuera el empleado de algún tribunal remoto, donde los delitos y las causas cogen polvo entre tanta sospecha. Y de eso, de sospecha están hechas las desprolijas notas que tomo. Como si de esa forma me dirigiera hacia la resolución de un enigma ¡Pero qué digo! ¡Qué enigma ni que enigma! Más bien como si estuviera metiéndome hasta el cuello en el ojo de algo que ignoro: me asomo, miro a un lado, miro al otro, olfateo, verifico la temperatura del aire, doy un par de gritos y vuelvo a meter la cabeza. Sospechas. Sigo con mis notas. ¿Qué más puedo hacer si el otoño no llega, y las hojas todavía no se arrojan desde lo alto de las copas? Y con ellas, no con las hojas, sino con estas gloriosas notas, voy conformando, o deformando, sin advertirlo, un plano, una especie de mapa obtuso de circulación atropellada, una cartografía siniestra que no me lleva a ningún lado. O en todo caso me lleva al punto inicial, a la pregunta de siempre: hacia dónde, desde dónde. Pero igual trabajo, laburo, tecleo, abro el grifo, tacho poco, más bien no tacho nada, prohibido tachar, me digo, todo puede servir, hasta la espuma de la que hablaba César Vallejo puede servir, servir hasta para ser destruida, hasta para ser olvidada. Sí, todo puede servir. Y vuelta a comenzar. Tomo notas. Más sospechas. Y al rato el mapa se expande, crece, consigue adquirir un tamaño medio, y aún más, un tamaño medio-medio, medio-grande, aunque siempre informe, como arrugado, como si alguien siempre lo hubiese llevado en el bolsillo. Y a pesar de este aspecto deplorable comienza, o recomienza, ahora sí, digamos que comienza, a tener un verdadero aspecto de mapa, de plano. Y lo que aparece ante mis ojos es algo así como el mapa de Juan de la Cosa, ese que descansa en el Museo de la Armada en el Paseo del Prado, algo parecido al mapa del Capitán Flint, es decir, un mapa comido por las polillas, por los hongos muertos de hambre, con ausencias, con partes que faltan, con pedazos arrancados a mordiscos. Y en ese mapa leproso veo una extraña coreografía, como si todos esos residuos y espejismos bailaran ante mis ojos, un baile espástico, claro, sin armonía, pero que pretende guiarme, aunque no sin antes descifrarlo. ¡Ah, un mapa para ser descifrado! ¡Descubrí el agua tibia! Mierda: todo esto me decepciona. Al fin y al cabo era éso, un maldito mapa para el que necesito un código. Como si para leerlo deba echar mano de otro lenguaje, de otra mirada. Y entonces ensayo ese otro lenguaje, esa otra mirada, es decir, comienzo a destruir el mío, y me tapo los ojos, y pongo cara de estúpido chamán, a ver si así mejora el asunto. Y de pronto tengo ante mí los mil caminos, como cuando deambulaba por los cerros tupidos de Guatire buscando el sendero hacia la playa, hacia playa La Sabana, en medio de una maraña de monte y culebras, un gamelote alto, como de dos metros, repleto de bichos, y mis botas aplastando el pasto, marcando la dirección, avanzando con miedo, con sospechas. Y así el mapa que tengo, que voy haciendo con mis incrédulas notas, se presenta frente a mí como una larga fila de hombres que me interrogan, unos guardabosques que me preguntan acerca de mil cosas, desde la indumentaria hasta el gesto, desde los aromas hasta la mirada, desde fin hasta el principio, y me amenazan, y yo me enredo, me asusto, tartamudeo, se me pone la piel de gallina. E intento rezar, pero me doy cuenta de que no sé cómo diablos rezar, y pronto me olvido de rezar e invoco a un dios ausente, como hacía Martha Kornblith, es decir, ese dios que siempre hace silencio, y le hablo a ese silencio sin rostro, aunque sin ningún ánimo trascendente, no vayan a creer. Y al cabo de esta charla entre fantasmas, sólo me quedan las mismas palabras de siempre, como flotando en el aire, inyectadas con helio. Entonces me imanto a ellas, son las palabras que están en los libros, ¿qué libros son esos?, las que me han acompañado durante años, y que a veces parece que se me olvidan, o se extravían o se esconden o se fugan, no sé adónde, pero se van lejos, y yo me voy con ellas, a ver si allí, mezcladas entre todas, están las mías, también escondidas, como si fueran mi dosis, mi pequeño cielo protector, y me pongo en marcha nuevamente, sigamos, dale, a tomar notas, sé que esta es la única forma de encontrar el camino --si lo hay.

28 abr. 2009

Revista Cuatrocuentos



Los invito a visitar la nueva revista Cuatrocuentos, especializada en relato hispanoamericano.

En este primer número participan Hebe Uhart (Argentina), Javier Sáez de Ibarra (España), Moira Irigoyen (Argentina) y Salvador Fleján (Venezuela)

Saldrá cada mes, o cada dos.

Cuatrocuentos

3 abr. 2009

Un jet lag espiritual


En casa trabaja una señora peruana que siempre amenaza con irse al Perú. Cada vez que ocurre algo (su hijo se enamoró de nuevo, otra vez hay problemas con el techo de su casa) decide, de un día para otro, montarse en un avión y no regresar nunca más. Yo entro en pánico, y le aconsejo un sinfín de arreglos, estrategias, simulacros, para hacerle entender que si hace eso (volver) será peor para ella, para el Perú y para toda América Latina. Trato de convencerla de que algo se desarticulará (en los caminos, en el aire, en su mente), si comete el error de regresar. Lo hago, por supuesto, con honestidad (la que me ha sido dada, la única que tengo), pues se trata de una persona noble a quien considero como de mi propia familia. Pero ah, sus huidas preanunciadas, cargadas de histérica emoción, me desquician.

Ahora que he vuelto de Venezuela, tras un mes electrizante y con agenda un tanto histérica, siento un jet lag espiritual; algo que la señora que trabaja en casa entiende y conoce perfectamente.

Luego de multiplicarme en varios Gustavos, y tratar de decir las mismas cosas pero con diferentes palabras y fracasar en el intento, subí al avión de regreso (¿regreso adónde?) cual héroe antiguo, cargando sobre mis hombros una mochila de ruinas --hablar de estas ruinas sería un tanto odioso y complicado en este breve espacio, así que dejémoslo hasta ahí.

Por alguna razón no quise, durante las diez horas de vuelo, ver películas (mucho menos leer) y me calcé los audífonos de Lan Chile para aplicarme un intravenoso (intra-auricular, más bien) de Radiohead, y escuchar cien, mil veces, aquella música un tanto melancólica, como si yo mismo la hubiera compuesto. Como era de noche, la oscuridad a diez mil metros de altura me ayudaba a entrar en cierto mood trágico, y tras pedir tres cervezas (sopa Heineken, rematadamente tibia) me dejé ganar por el sueño.

No soñé nada (aunque hay gente que dice que eso imposible: uno siempre sueña con algo, como si no soñar con nada fuera el principio del fin. ¡Pamplinas! Cuando uno no sueña con nada, pues no sueña con nada y punto), y al despertar ya estaba en Lima, haciendo un enojoso trasbordo, con free shop incluido. Allí, en la capital del Perú, en esa estación de tránsito del Perú, pensé en la señora que trabaja en casa, y me dije: “jóder, estoy acá, de paso y a medianoche, comprando pisco, en la tierra donde ella quisiera volver y quedarse para siempre”. Y como un vendedor de agendas y directorios telefónicos, caminé cabizbajo hacia el túnel que me conducía nuevamente al avión, a otro avión.

Ahora, una semana después de eso, todavía en proceso de aterrizaje, instalado en mi estudio en Buenos Aires y escribiendo esto, pienso que la armonía (¿armo qué?) es una mentira del modernismo; pienso que la unidad (¿uni qué?) es un cantinflada pitagórica. No sé. Pocas veces perpetro pensamientos filosóficos, pero cuando lo hago, como ahora, me invade una tristeza infinita. Y pienso que el Perú, Radiohead, los aviones, y los sueños que no se sueñan, tienen algo en común. Ignoro qué diablos será, pero tienen algo en común. Quizás una misma ventanilla por donde asomarnos para ver lo lejos que estamos de nosotros. Yo cargo siempre con mi ventanilla, para arriba y para abajo, desde hace algunos años. Es como un sambenito que me cuida de pensar que pertenezco a algo, o que algo me pertenece (que viene siendo lo mismo),y también me cuida de engañarme con la panacea (o el pasaporte) de saberme en algún sitio.

Perdonen, sepan disculparme, pero cada vez que vuelvo de Caracas reincido en melancólicos boleros. Se me trastornan las distancias a las que me he acostumbrado. Será por eso que viajar es lo más hermoso que hay en este hórrido mundo; después de hacer el amor, que no tiene rivales. De modo que el amor y el viaje, son mis vicios a perfeccionar. Para uno es necesario separarse, para otro es necesario unirse. Son las dos puntas de un puente que se cae.

Y mañana, cuando vea a la señora que trabaja en casa, mientras ordene un poco la sala o limpie el balcón, sin pelos en la lengua le diré, con toda mi convicción, que si quiere irse al Perú que se vaya, que agarre sus macundales y se largue, que no aguanto más su novela latinoamericana (si su hijo se enamoró otra vez, o su techo se vino abajo no me importa) que me deje tranquilo escribiendo mis cosas, inventándome mi propio (y postizo) existencialismo migratorio.

6 mar. 2009

Invitación


No, el tipo que aparece en la foto no soy yo. Se trata de un doble que contrató el Grupo Editorial Norma, un individuo alarmantemente parecido a mí que se prestó para un retrato a cambio de unos pocos pesos.

Hecha la aclaratoria, sólo me resta decir que los espero por allá. A los que quieran y puedan ir. Y a los que no, ya veremos la forma de inventar otra excusa para vernos.

3 feb. 2009

El país de los libros prestados


Los amigos de Relectura me ha invitado a dar testimonio, confesar o bien exigir, los libros que he prestado y jamás me han devuelto. Por supuesto, pensé de imediato en los que yo nunca devolví, bien sea por fuerza mayor (cataclismos, fatiga extrema) o por alguna otra justificación muy difícil de explicar. En fin, copio en este post mi humilde experiencia en estos tópicos y si pinchan acá pueden leer las experiencias de otros escritores invitados.


Pedir prestado es hacer patria. Pero, como en toda economía formal o informal, ocurren fraudes. Un día le presté a S. mi querida edición de La interpretación de los sueños. Al cabo de ocho meses me devolvió el libro completamente subrayado, con marcador amarillo fluorescente en las ideas principales y fucsia las secundarias. ¡Un carnaval aquel Freud! Ustedes me dirán: ¡pero te lo devolvió! Y sí, me lo devolvió, pero no sé si fue a consecuencia de éste u otro trauma, pero a partir de entonces cuestioné el psicoanálisis, lo fustigué con ardor.

Otro día salí de casa con Fragmentos a su Imán, el libro póstumo de Lezama Lima. Se lo iba a prestar a Z. Quedamos en un bar de Sabana Grande y allí comenzamos a beber. Pero bebimos tanto y tan seguido, que al despedirnos yo me olvidé de prestarle el libro y él se olvidó de pedírmelo. De vuelta a casa, beodo y parlanchín, lo dejé abandonado en el taxi. ¡Ah, las historias literarias que atesoran los taxis!

Y es que si hablamos de préstamos hay que hablar de abandonos. Hace años, cuando mi madre pudo recuperar una casita que tenía alquilada, me encontré tirado en el piso, junto a un montón de basura, las Obras Completas de Shakespeare. Los arteros inquilinos se habían llevado las pocetas, los grifos, las lámparas, los enchufes, todo, pero habían dejado a Shakespeare. Recogí al damnificado de entre los escombros. Lo rocié con Baygón para liquidar las termitas.

Un día le presté a M. mi destartalada edición de Historias de cronopios y de famas. ¡Ese sí fue un gran día! M. tardó como dos años en devolverlo, pero cuando lo hizo, el libro llegó a mis manos irreconocible: encuadernado en cuero con lomo repujado, y en la tapa se leía el título en suntuosas letras doradas. Jamás volví a encontrar tanta generosidad en el género humano.

Mi amigo, el poeta Leonardo Luzón, tenía una estupenda biblioteca. Pero la suya era bastante excéntrica: cada libro estaba guardado dentro de una bolsita de plástico transparente. Como es de suponer, era particularmente quisquilloso para prestar libros, pero cuando lo hacía, el préstamo incluía la bolsita. ¡Ah, Leonardo, adorable fetichista!

Pero la historia más siniestra pertenece a B., que robaba libros de las bibliotecas municipales. Yo solía ir a su casa a leer, y un día me di cuenta de que muchos de sus libros tenían sellos de bibliotecas municipales. Poco a poco desarrollé una estrategia que me permitió sustraer esos libros sin que B. se diera cuenta. Es decir, comencé a pedírselos prestado. Y le pedí tantos libros prestados, que al cabo de un tiempo me hice de mi propia biblioteca de libros de bibliotecas municipales. Me sentía un Robin Hood de los libros. Un ladrón que roba ladrón… y todas esas idioteces. Esta ha sido la única forma de heroísmo que he experimentado.

12 ene. 2009

1930


Hace varios años, cuando vivía en Madrid, me dio por ir tras la pista de José Antonio Ramos Sucre en Europa, sin duda la etapa más oscura y enigmática en la vida del poeta. Sin yo ser una especialista (ni en Ramos Sucre ni en nada parecido o desaparecido) tuve la disparatada idea de despejar las huellas mejor borradas de nuestro poeta cumanés, y lo primero que se me ocurrió fue escribir al Troppeninstitut de Hamburgo:

Hola, soy profesor del Colegio de Altos Estudios de Cultura y Literatura Venezolanas (mentí), dedicado a la vida y obra del poeta J.A.R.S (mentí otra vez), quien estuvo internado en esa institución en 1930. Cualquier información, por mínima que esta sea, me será de enorme utilidad. Gracias.

Me respondió la jefa del servicio de comunicaciones del Troppeninstitut con una puntualidad germana. Pero sus noticias eran desalentadoras: los archivos del instituto correspondientes a 1930 habían desaparecido en un incendio tras el bombardeo que destruyó buena parte del edificio (y de la ciudad) en 1943.

Tras este tropiezo, intenté ponerme en contacto con alguna persona en Merano (norte de Italia, provincia de Bolzano), el lugar donde Ramos Sucre fue a respirar los aires salutíferos de la montaña, por recomendación expresa de los doctores de Hamburgo. Di con las señas del cronista de aquella ciudad bilingüe (límite entre Italia y Austria), y me presenté como un “Doctor en Lenguas Romances, encargado del área de investigación histórica y literaria de la Universidad Pontificia de Caracas, y líder del proyecto de reconstrucción de la memoria de los poetas latinoamericanos, capítulo Venezuela”.

El cronista (cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, pero a quien podemos llamar Enrico, el buen Enrico) se tomó el tiempo, el trabajo, la paciencia y el entusiasmo de rastrear algún vestigio de nuestro bardo cumanés en aquel bucólico pueblito.

¡Albricias! Al cabo de dos semanas llegaron a mi buzón de correo, escaneados, un mapa antiguo de Merano, dos fotos de la época del sanatorio donde Ramos Sucre estuvo internado, la cartilla de médicos que atendía por aquella época, y una lista de los tratamientos que dispensaban a los pacientes que pasaron por allí en 1930. De este último documento se podía inferir qué tipo de tratamiento había recibido el malhadado José Antonio.

No es difícil imaginar que nuestro poeta sufría una depresión extrema, aunque esto nunca se dijo, y yo no soy quién para afirmarlo. Pero pienso que si le hubieran diagnosticado algo parecido a eso, habría recibido una paliza de electroshock, tan común para la época. Por suerte los egregios médicos alemanes equivocaron el diagnóstico, y no fue necesario semejante animalada.

Con todos esos documentos en mis manos, y junto a otros que Enrico prometía enviarme a la brevedad pero que nunca envió, fantaseé con la literaria idea de un Ramos Sucre paciente de Freud, o de Jung, y herví mi cabeza pensando en escribir algo, una especie de La montaña mágica (montañita, más bien) donde el poeta, cual Hans Castorp, echado en las tumbonas del sanatorio (el de Merano, por las fotos, era un verdadero spa de lujo, muy parecido al de la novela de Mann) dialogara con otros enfermos, y sobre todo dijera cosas tan increíbles como las que decía en sus poemas.

Sin embargo, el asunto del género me atormentaba: ¿qué iba escribir? ¿una novela? ¿un cuento? ¿acaso una docu-ficción? (¿existe algo llamado así?) En algún momento tuve la ilusión de tener en mis manos una primicia (eso pensaba en mi tonta cabeza), un tubazo, como dicen los periodistas, y por lo tanto lo más indicado hubiera sido realizar un extenso reportaje que pudiera vender a diversos medios (en aquella época necesitaba vender hasta mis calcetines).

Recuerdo que una vez estuve a punto de pasarme por Merano, incluso cuadré una reunión con Enrico, quien me ofreció alojamiento en su casa. Pero al final no se qué diablos pasó, no tuve tiempo ni dinero, quizás tampoco ganas, y nunca conocí Merano. Y como la realidad suele tener la forma de una inmensa muralla (y muchas veces la de un abismo) no hice absolutamente nada, dejé el tiempo pasar y no escribí ni una línea. Además, a los pocos meses me separé, y tras mi salida de Madrid esos documentos quedaron en un limbo, completamente inaccesibles.

Ahora no tengo nada. Ni fotos escaneadas, ni docu-ficción, ni reportaje. Nada. Ni siquiera el e-mail de Enrico. Sólo me quedan estas desbaratadas anécdotas que, como mucho (aunque no es poco) servirán para tomarme unas birras con mi amigo Rubi Guerra, narrador de raza para quien no fueron necesarias ni fotos escaneadas, ni cartillas médicas, ni remotos tratamientos italianos para escribir su premiada novela La tarea del testigo.


* La tarea del testigo fue Premio de Novela Rufino Blanco Fombona. Se puede leer la reseña (también premiada) de Carolina Lozada acá.

11 ene. 2009

Cinco libros


Dice Eduard Berti en su estupendo blog BERTIGO:

Estoy pidiéndole a diversos escritores y artistas que recomienden cinco libros de ficción a los lectores de este blog y por qué no, de paso, al autor del mismo. No se trata, para nada, de un ránking ni mucho menos de una lista canónica. Se trata, más bien, de cinco libros que repentinamente ellos quieran proponer y compartir con los demás.

Mis cinco libros acá.