18 may. 2009

Un cocoliche pampa-caribe


El sábado pasado apareció en la Revista Ñ del diario Clarín esta columna. Se trata, como me dijo una amiga, de mi champú lingüístico. La cuelgo acá, pues no está disponible en la web. Y otra cosa: a pesar del enorme parecido con el tipo de la ilustración, parado delante de banderas tricolor y albiceleste, juro que no soy yo ese vendedor de platanitos.

Si pinchas en la imagen, entiendo que se agranda.

11 may. 2009

El mapa del Capitán Flint

Comienzo a tomar notas. Doy rienda suelta a la acumulación de datos, sueños, desvíos, cuentas, caminos errados. Lleno la página de pistas falsas, de espejismos, algún oasis en medio de unas moribundas palmeras. Me divierto desperdigando líneas menores, veo incluso rostros velados, como tras una cortina, que me piden un empujón, del balcón hacia abajo, del balcón hacia arriba. Y me empapo en esta tarea de ir a ningún lado, tomando notas, sólo apilando informes dudosos, como si yo fuera el empleado de algún tribunal remoto, donde los delitos y las causas cogen polvo entre tanta sospecha. Y de eso, de sospecha están hechas las desprolijas notas que tomo. Como si de esa forma me dirigiera hacia la resolución de un enigma ¡Pero qué digo! ¡Qué enigma ni que enigma! Más bien como si estuviera metiéndome hasta el cuello en el ojo de algo que ignoro: me asomo, miro a un lado, miro al otro, olfateo, verifico la temperatura del aire, doy un par de gritos y vuelvo a meter la cabeza. Sospechas. Sigo con mis notas. ¿Qué más puedo hacer si el otoño no llega, y las hojas todavía no se arrojan desde lo alto de las copas? Y con ellas, no con las hojas, sino con estas gloriosas notas, voy conformando, o deformando, sin advertirlo, un plano, una especie de mapa obtuso de circulación atropellada, una cartografía siniestra que no me lleva a ningún lado. O en todo caso me lleva al punto inicial, a la pregunta de siempre: hacia dónde, desde dónde. Pero igual trabajo, laburo, tecleo, abro el grifo, tacho poco, más bien no tacho nada, prohibido tachar, me digo, todo puede servir, hasta la espuma de la que hablaba César Vallejo puede servir, servir hasta para ser destruida, hasta para ser olvidada. Sí, todo puede servir. Y vuelta a comenzar. Tomo notas. Más sospechas. Y al rato el mapa se expande, crece, consigue adquirir un tamaño medio, y aún más, un tamaño medio-medio, medio-grande, aunque siempre informe, como arrugado, como si alguien siempre lo hubiese llevado en el bolsillo. Y a pesar de este aspecto deplorable comienza, o recomienza, ahora sí, digamos que comienza, a tener un verdadero aspecto de mapa, de plano. Y lo que aparece ante mis ojos es algo así como el mapa de Juan de la Cosa, ese que descansa en el Museo de la Armada en el Paseo del Prado, algo parecido al mapa del Capitán Flint, es decir, un mapa comido por las polillas, por los hongos muertos de hambre, con ausencias, con partes que faltan, con pedazos arrancados a mordiscos. Y en ese mapa leproso veo una extraña coreografía, como si todos esos residuos y espejismos bailaran ante mis ojos, un baile espástico, claro, sin armonía, pero que pretende guiarme, aunque no sin antes descifrarlo. ¡Ah, un mapa para ser descifrado! ¡Descubrí el agua tibia! Mierda: todo esto me decepciona. Al fin y al cabo era éso, un maldito mapa para el que necesito un código. Como si para leerlo deba echar mano de otro lenguaje, de otra mirada. Y entonces ensayo ese otro lenguaje, esa otra mirada, es decir, comienzo a destruir el mío, y me tapo los ojos, y pongo cara de estúpido chamán, a ver si así mejora el asunto. Y de pronto tengo ante mí los mil caminos, como cuando deambulaba por los cerros tupidos de Guatire buscando el sendero hacia la playa, hacia playa La Sabana, en medio de una maraña de monte y culebras, un gamelote alto, como de dos metros, repleto de bichos, y mis botas aplastando el pasto, marcando la dirección, avanzando con miedo, con sospechas. Y así el mapa que tengo, que voy haciendo con mis incrédulas notas, se presenta frente a mí como una larga fila de hombres que me interrogan, unos guardabosques que me preguntan acerca de mil cosas, desde la indumentaria hasta el gesto, desde los aromas hasta la mirada, desde fin hasta el principio, y me amenazan, y yo me enredo, me asusto, tartamudeo, se me pone la piel de gallina. E intento rezar, pero me doy cuenta de que no sé cómo diablos rezar, y pronto me olvido de rezar e invoco a un dios ausente, como hacía Martha Kornblith, es decir, ese dios que siempre hace silencio, y le hablo a ese silencio sin rostro, aunque sin ningún ánimo trascendente, no vayan a creer. Y al cabo de esta charla entre fantasmas, sólo me quedan las mismas palabras de siempre, como flotando en el aire, inyectadas con helio. Entonces me imanto a ellas, son las palabras que están en los libros, ¿qué libros son esos?, las que me han acompañado durante años, y que a veces parece que se me olvidan, o se extravían o se esconden o se fugan, no sé adónde, pero se van lejos, y yo me voy con ellas, a ver si allí, mezcladas entre todas, están las mías, también escondidas, como si fueran mi dosis, mi pequeño cielo protector, y me pongo en marcha nuevamente, sigamos, dale, a tomar notas, sé que esta es la única forma de encontrar el camino --si lo hay.