3 feb. 2009

El país de los libros prestados


Los amigos de Relectura me ha invitado a dar testimonio, confesar o bien exigir, los libros que he prestado y jamás me han devuelto. Por supuesto, pensé de imediato en los que yo nunca devolví, bien sea por fuerza mayor (cataclismos, fatiga extrema) o por alguna otra justificación muy difícil de explicar. En fin, copio en este post mi humilde experiencia en estos tópicos y si pinchan acá pueden leer las experiencias de otros escritores invitados.


Pedir prestado es hacer patria. Pero, como en toda economía formal o informal, ocurren fraudes. Un día le presté a S. mi querida edición de La interpretación de los sueños. Al cabo de ocho meses me devolvió el libro completamente subrayado, con marcador amarillo fluorescente en las ideas principales y fucsia las secundarias. ¡Un carnaval aquel Freud! Ustedes me dirán: ¡pero te lo devolvió! Y sí, me lo devolvió, pero no sé si fue a consecuencia de éste u otro trauma, pero a partir de entonces cuestioné el psicoanálisis, lo fustigué con ardor.

Otro día salí de casa con Fragmentos a su Imán, el libro póstumo de Lezama Lima. Se lo iba a prestar a Z. Quedamos en un bar de Sabana Grande y allí comenzamos a beber. Pero bebimos tanto y tan seguido, que al despedirnos yo me olvidé de prestarle el libro y él se olvidó de pedírmelo. De vuelta a casa, beodo y parlanchín, lo dejé abandonado en el taxi. ¡Ah, las historias literarias que atesoran los taxis!

Y es que si hablamos de préstamos hay que hablar de abandonos. Hace años, cuando mi madre pudo recuperar una casita que tenía alquilada, me encontré tirado en el piso, junto a un montón de basura, las Obras Completas de Shakespeare. Los arteros inquilinos se habían llevado las pocetas, los grifos, las lámparas, los enchufes, todo, pero habían dejado a Shakespeare. Recogí al damnificado de entre los escombros. Lo rocié con Baygón para liquidar las termitas.

Un día le presté a M. mi destartalada edición de Historias de cronopios y de famas. ¡Ese sí fue un gran día! M. tardó como dos años en devolverlo, pero cuando lo hizo, el libro llegó a mis manos irreconocible: encuadernado en cuero con lomo repujado, y en la tapa se leía el título en suntuosas letras doradas. Jamás volví a encontrar tanta generosidad en el género humano.

Mi amigo, el poeta Leonardo Luzón, tenía una estupenda biblioteca. Pero la suya era bastante excéntrica: cada libro estaba guardado dentro de una bolsita de plástico transparente. Como es de suponer, era particularmente quisquilloso para prestar libros, pero cuando lo hacía, el préstamo incluía la bolsita. ¡Ah, Leonardo, adorable fetichista!

Pero la historia más siniestra pertenece a B., que robaba libros de las bibliotecas municipales. Yo solía ir a su casa a leer, y un día me di cuenta de que muchos de sus libros tenían sellos de bibliotecas municipales. Poco a poco desarrollé una estrategia que me permitió sustraer esos libros sin que B. se diera cuenta. Es decir, comencé a pedírselos prestado. Y le pedí tantos libros prestados, que al cabo de un tiempo me hice de mi propia biblioteca de libros de bibliotecas municipales. Me sentía un Robin Hood de los libros. Un ladrón que roba ladrón… y todas esas idioteces. Esta ha sido la única forma de heroísmo que he experimentado.