28 abr. 2009

Revista Cuatrocuentos



Los invito a visitar la nueva revista Cuatrocuentos, especializada en relato hispanoamericano.

En este primer número participan Hebe Uhart (Argentina), Javier Sáez de Ibarra (España), Moira Irigoyen (Argentina) y Salvador Fleján (Venezuela)

Saldrá cada mes, o cada dos.

Cuatrocuentos

3 abr. 2009

Un jet lag espiritual


En casa trabaja una señora peruana que siempre amenaza con irse al Perú. Cada vez que ocurre algo (su hijo se enamoró de nuevo, otra vez hay problemas con el techo de su casa) decide, de un día para otro, montarse en un avión y no regresar nunca más. Yo entro en pánico, y le aconsejo un sinfín de arreglos, estrategias, simulacros, para hacerle entender que si hace eso (volver) será peor para ella, para el Perú y para toda América Latina. Trato de convencerla de que algo se desarticulará (en los caminos, en el aire, en su mente), si comete el error de regresar. Lo hago, por supuesto, con honestidad (la que me ha sido dada, la única que tengo), pues se trata de una persona noble a quien considero como de mi propia familia. Pero ah, sus huidas preanunciadas, cargadas de histérica emoción, me desquician.

Ahora que he vuelto de Venezuela, tras un mes electrizante y con agenda un tanto histérica, siento un jet lag espiritual; algo que la señora que trabaja en casa entiende y conoce perfectamente.

Luego de multiplicarme en varios Gustavos, y tratar de decir las mismas cosas pero con diferentes palabras y fracasar en el intento, subí al avión de regreso (¿regreso adónde?) cual héroe antiguo, cargando sobre mis hombros una mochila de ruinas --hablar de estas ruinas sería un tanto odioso y complicado en este breve espacio, así que dejémoslo hasta ahí.

Por alguna razón no quise, durante las diez horas de vuelo, ver películas (mucho menos leer) y me calcé los audífonos de Lan Chile para aplicarme un intravenoso (intra-auricular, más bien) de Radiohead, y escuchar cien, mil veces, aquella música un tanto melancólica, como si yo mismo la hubiera compuesto. Como era de noche, la oscuridad a diez mil metros de altura me ayudaba a entrar en cierto mood trágico, y tras pedir tres cervezas (sopa Heineken, rematadamente tibia) me dejé ganar por el sueño.

No soñé nada (aunque hay gente que dice que eso imposible: uno siempre sueña con algo, como si no soñar con nada fuera el principio del fin. ¡Pamplinas! Cuando uno no sueña con nada, pues no sueña con nada y punto), y al despertar ya estaba en Lima, haciendo un enojoso trasbordo, con free shop incluido. Allí, en la capital del Perú, en esa estación de tránsito del Perú, pensé en la señora que trabaja en casa, y me dije: “jóder, estoy acá, de paso y a medianoche, comprando pisco, en la tierra donde ella quisiera volver y quedarse para siempre”. Y como un vendedor de agendas y directorios telefónicos, caminé cabizbajo hacia el túnel que me conducía nuevamente al avión, a otro avión.

Ahora, una semana después de eso, todavía en proceso de aterrizaje, instalado en mi estudio en Buenos Aires y escribiendo esto, pienso que la armonía (¿armo qué?) es una mentira del modernismo; pienso que la unidad (¿uni qué?) es un cantinflada pitagórica. No sé. Pocas veces perpetro pensamientos filosóficos, pero cuando lo hago, como ahora, me invade una tristeza infinita. Y pienso que el Perú, Radiohead, los aviones, y los sueños que no se sueñan, tienen algo en común. Ignoro qué diablos será, pero tienen algo en común. Quizás una misma ventanilla por donde asomarnos para ver lo lejos que estamos de nosotros. Yo cargo siempre con mi ventanilla, para arriba y para abajo, desde hace algunos años. Es como un sambenito que me cuida de pensar que pertenezco a algo, o que algo me pertenece (que viene siendo lo mismo),y también me cuida de engañarme con la panacea (o el pasaporte) de saberme en algún sitio.

Perdonen, sepan disculparme, pero cada vez que vuelvo de Caracas reincido en melancólicos boleros. Se me trastornan las distancias a las que me he acostumbrado. Será por eso que viajar es lo más hermoso que hay en este hórrido mundo; después de hacer el amor, que no tiene rivales. De modo que el amor y el viaje, son mis vicios a perfeccionar. Para uno es necesario separarse, para otro es necesario unirse. Son las dos puntas de un puente que se cae.

Y mañana, cuando vea a la señora que trabaja en casa, mientras ordene un poco la sala o limpie el balcón, sin pelos en la lengua le diré, con toda mi convicción, que si quiere irse al Perú que se vaya, que agarre sus macundales y se largue, que no aguanto más su novela latinoamericana (si su hijo se enamoró otra vez, o su techo se vino abajo no me importa) que me deje tranquilo escribiendo mis cosas, inventándome mi propio (y postizo) existencialismo migratorio.