29 oct. 2009

Excavación sin fin

Copio la reseña escrita por el poeta y crítico Luis Moreno Villamediana sobre mi novela Bajo tierra, publicada en 500ejemplares:

Desde la aliteración inicial, la novela de Gustavo Valle, Bajo tierra (Caracas: Norma, 2009), establece un sistema de rehechuras. “Hay mucha gente buscando a otra gente y eso se siente, de verdad que se siente”: lo que en esa frase se logra con la clonación de unos fonemas, en el contexto más amplio se registra con las parciales simetrías de las circunstancias y la anécdota. Más que el patrón perfecto de las homologías, a Valle le interesan las variaciones donde se reconoce el sustrato común. La catástrofe del principio, el terremoto de Caracas en el sesenta y siete, se replica casi al final en el deslave de Vargas en el noventa y nueve; pero cada evento certificable cuenta acá menos como signo de un ciclo natural que como hitos en la vida de Sebastián C. La novela no deprecia la significación material de los hechos, pero los articula como instantes en la relación del narrador con la figura de su padre. Lo reiterado cobra la cualidad de aquello que es a la vez familiar y distinto, e insiste en esa diferencia—un deslave no es lo mismo que un sismo, por mucho que se pueda apuntar a la estadística igualitaria de víctimas. Los sucesos vienen definidos de ese modo por los lazos que se dan en la recíproca y defectiva traducción de uno en otro. A fin de cuentas, la similitud sólo establece la ilusión de que algo puede explicarse. Bajo tierra no lidia jamás con esa vanidad.

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5 oct. 2009

Equinoccio de poesía

Tres buenos amigos presentan sus libros de poemas, bajo padrinaje de tres presentadores de lujo.

Mañana martes, 7:oo pm, Caracas ,Venezuela.

Mucha merde!

1 oct. 2009

Carne argentina *

“El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y sobre todo jugosa –agregaría yo sin temblor. Porque ante un bife de chorizo, un vacío, o un suculento asado de tira, el mundo gana en tentaciones y lujuria. Quien haya pisado estas australes latitudes sabe que debe contar, dentro de su botiquín de primeros auxilios y cuidados personales, con un buen abogado, y un mejor carnicero.

Cacho, mi carnicero de confianza, es toda una institución en el barrio. Además de pertenecer a la barra brava del Club Atlético Chacarita Juniors, selecciona la mejor carne con los ojos cerrados. Totalmente calvo, de manos hipertrofiadas, joroba monumental y pies que parecen los del eslabón perdido, Cacho se gana, con su aspecto de matón, el cariño de ancianos, mujeres, y niños.

Todos los domingos va a la cancha a hinchar por Chacarita, un cuadro cuya mejor actuación data de 1969, y hoy ocupa el último lugar en la tabla de clasificaciones. Coronando la cámara refrigerante de su negocio, está el banderín del equipo, y encima de la sierra corta chuletas, una enorme foto con la dedicatoria de todos los jugadores. Fútbol y carne se hermanan en el local de Cacho como el ying y el yang de una fervorosa utopía vernácula.

Una vez le pregunté por Isabel Sarli, la despampanante diva de los años 60, y mencioné la película “Carne”, donde ella era violada dentro de un cámara frigorífica, encima de unos enormes y sanguinolentos costillares. Cacho me miró con ojos aguados, parecidos a los de un becerro. “¡Ah, la Coca Sarli!”, me dijo casi entre lágrimas. Y se dispuso a contarme cómo su vocación carnicera había nacido de la admiración por aquella apetitosa Tongolele de la pampa.

Con sus enormes cuchillos siempre afilados, Cacho parecería un asesino serial si no fuera por su voz suave y su sonrisa ingenua. Con esa misma voz me dijo un día: “un cuchillo seguro es un cuchillo afilado”. Lo dijo al ver mi dedo envuelto en una curita, y adivinó que me había herido cortando carne. La paradoja del arma que, en su mayor nivel de peligrosidad adquiere seguridad, fue la mejor prueba de que Cacho era, además de carnicero (o precisamente por eso) un hombre sabio.

Un día, para sorpresa de sus clientes y sin aviso previo, desapareció del local. Todo el mundo se preguntaba dónde diablos se habría metido. Muchos especularon con su salud (es un hombre mayor), pero yo sólo pude imaginarme un episodio violento: quizás alguna represalia entre barras bravas de Chacarita y Atlanta, enemigos a muerte en el fútbol nacional. Incluso pensé en algo parecido al famoso cuento de Echeverría, “El matadero”, donde una legión de federales arremete contra un unitario en medio de una Buenos Aires inundada y sin carne.

Mis teorías no estaban del todo erradas: Cacho volvió a las dos semanas cojeando de una pierna. Según su propia versión, uno de sus enormes cuchillos había resbalado de sus manos para herirle gravemente en el muslo. Lo que resultaba sospechoso era que Esteban, el verdulero que acompaña a Cacho en el negocio de al lado, jamás advirtió el accidente. Para colmo el carnicero lucía irritable, y su actitud desconfiada era la de un individuo metido en algo turbio.

Con los días (y los antibióticos) la herida de Cacho cicatrizó, y su habitual buen talante volvió a su cauce. Pero las sospechas acerca de lo ocurrido siguieron sobrevolándome. La visita de una patrulla de la policía, y un aislado episodio con un cliente, estimularon mis fantásticas hipótesis.

Como es de suponer, esto no impidió que frecuentara su negocio. Todo lo contrario. Sus cortes y su amistad fueron motivos suficientes para incrementar mis visitas. Además, me esforcé por construir una justificación a mi medida: el placer lujurioso de la carne debía venir acompañado de una especulación criminal. Y cuando veo a Cacho con sus cuchillos afilados, no puedo hacer otra cosa que pedirle un kilo de bifes, e inventarme el capítulo de un invisible film noir.

Desde entonces sé que para vivir en esta ciudad hace falta contar con un buen carnicero, y un mejor abogado. En estas australes latitudes la ley –como la carne- es débil.

* Integra mis Crónicas porteñas, en el portal http://www.prodavinci.com/