9 dic. 2008

Interviú


En nuestro país los premios son vistos con sospecha. ¿A qué creas que se deba esto?

En todas partes ocurre. Además, sospechar es una virtud con la que nacemos en Latinoamérica. Por otra parte, mira todo el malestar (o sospechas) que ha generado Le Clézio después de serle concedido el Nóbel. Precisamente ese premio es el termómetro de los otros. Es decir, la gente hace sus quinielas, opina, desea, postula, inventa, celebra, sospecha… Los premios literarios se han convertido en una pasión deportiva. Pero en fin, y como decía Bioy: “mejor ser premiado que castigado”.

Para leer la entrevista completa pincha acá.

24 nov. 2008

Piojos literarios


Flaubert decía que las erratas eran los piojos de las palabras. Y sí, hay piojos, garrapatas, caníbales, bichos de todo tipo. Yo creo que hace falta despiojizar lo que uno escribe (y también lo que uno lee), pero sospecho de quienes, a la manera flaubertiana, gastan sus días en pulir y dejar limpiecito todo lo que pasa por sus ojos, como si se tratase de un jarrón de porcelana o la sala de una terapia intensiva. Corregir y corregir y corregir. A veces esto me suena a aquel lema de la Guardia Nacional de Venezuela: “Trabajo, trabajo y más trabajo”, y por tanto veo allí un cierto tufillo martirizante y ortopédico, o una excesiva confianza en lo poderes operacionales de la faena. De hecho casi siempre una corrección es una orto-terapia, la aplicación de ciertos dispositivos para que lo que escribimos no nazca ni crezca torcido, o luzca mejor, o sea menos mediocre. Visto así, se trata de una tarea preñada de buenas intenciones. Y por tanto una operación de cirugía reconstructiva, aunque a veces caigamos en el error de aplicar la cirugía estética. Nos ocurre lo mismo con la lectura: si leemos varias veces un mismo libro, comenzaremos a jugar al juego de las sustituciones abusivas y a proponer, en silencio, cambios aquí y allá, como si haciendo eso fuéramos mejores lectores o por lo menos más listos. Y esto de hacerse el listo es algo muy común en la reescritura. Nos hacemos los listos con nosotros mismos y creemos que un momento después (al día siguiente, a la semana, lo que sea) seremos mejores que antes, y podremos hacer mejor las cosas. Es decir, prevalece la ingenua idea de cierto progreso de cubículo, y esto lo anudamos a un sentido cronológico, como si se tratase de una evolución darwiniana o un entrenamiento olímpico. Mañana lo haré mejor que hoy. ¿A cuenta de qué este optimismo? Bien podría ser al revés, ¿o no? En lo particular toda idea de futuro la encuentro más bien errática. Mañana siempre es una pregunta, pero con frecuencia es una decepción. Y convengamos que mañana uno no será mejor ni peor, sino distinto, leve o drásticamente distinto, según los acontecimientos que nos toquen. Y a ese otro yo distinto, que lee o escribe al día siguiente, le atribuimos una sabiduría superior que al que se le ocurrió la primera y torpe idea. “Un borrador”, lo llamamos con displicencia, cuando la verdad es que el dichoso “borrador” suele ser el punto de salida y de llegada de todo. El bruto y torpe Todo. En tiempos en que el minimalismo aún invade nuestras retinas, la limpieza y la higiene secuestraron el buen gusto. Debemos cuidarnos de esta estética Bonsái-Feng Shui, que quizás sea el camino de un prístino nirvana pero no el de la literatura, ni de sus emociones tantas veces sucias. Los hay flaubertianos, que creen a pie juntillas en las virtudes salutíferas de la corrección, incluso de la orgiástica corrección perpetua, y los hay deslavazados, inspirados y negligentes que creen en la supersticiosa ética de la espontaneidad, que es como el mal de Chagas de la literatura. Por supuesto, tampoco abogo por un punto medio (aborrezco los puntos medios) pero habría que buscar una fórmula lo suficientemente justa que nos permita despiojizar lo que hacemos sin necesidad de desinfectar el territorio.

Propongo este lema: "Corregir, corregir, corregir, pero sin la menor esperanza".

15 nov. 2008

Papas


Hace calor. Mucho calor. Yo diría que demasiado calor ¿Existirá una temperatura adecuada para escribir? Ahora, en este mismo instante, siento que todo se empegosta, se achicharra, se estruja. La vida misma se convierte en una plancha caliente de zinc (¿podría ser otra cosa?) Y mis pensamientos son una nubecilla viscosa que se mezcla en la vibración de la tarde junto con los mosquitos que ya comienzan a llegar. Además, uno escribe con el cuerpo, solía decir Alfredo Silva Estrada, secundado por su esposa la bailarina Sonia Sanoja. Y el cuerpo, este cuerpo, más específicamente estas atribuladas posaderas, estos sobacos orgullosos, este cuello doblegado, en fin, todo esto, está ahora acoplado a una silla, con los poros dramáticamente abiertos, frente a una mesa, mirando una pantalla.

Por alguna razón que no puedo explicarme nos han vendido (y hemos comprado) la idea de un escritor metido en un cuartucho, un ático sofocante, una Chambre de bonne. Un tipo medio sucio, medio loco, abstraído del mundo, concentrado en sus letras y por supuesto pasando hambre pero sobre todo pasando frío (afuera, tras el cristal de su ventanuco se ven caer los blancos copos, una cortina de copos que parece reforzar el blanco más blanco de su página en blanco… en fin). La imagen no es del todo desacertada, pero tampoco suficiente. Alguien, no sé quién o quiénes, ha querido convencernos de que el invierno, el crudo invierno, es la época del recogimiento y de la exploración de nuestro mundo interior. Podemos estar de acuerdo con lo del recogimiento, pero no en cuanto a lo del mundo interior. Yo estoy seguro de que uno accede más y mejor al mundo interior propio cuando tiene el cuerpo bañado en sudor y no mientras tirita de frío.

Todo esto lo comento debido a que, desde hace algunos años, he descubierto que los cambios climáticos afectan mis proyectos. No fue fácil llegar a esta conclusión, pues no me dedico ni a la agricultura ni a la jardinería, aunque a veces lo parezca, ojo. De modo que tras largos años de inconciencia individual, de vida irrazonable, de espejo empañado, he podido darme cuenta de esto: en invierno leo, en verano escribo.

Aunque habría que matizar: en invierno leo acostado y en verano leo sentado. En invierno escribo artículos, en verano escribo otras cosas. Como ven, todavía no lo tengo muy claro, pero ahí vamos, trabajando en eso. De lo que sí estoy convencido es de lo siguiente: el sudor está íntimamente ligado a esta descabellada tarea de acumulación y selección de fantasmas. Se equivocan aquellos que piensan que, por uno estar sentado todo el día, no suda ni una gota. El vulgo, siempre el maldito vulgo, lo ve a uno frente a la pantalla y cree que uno está contemplando ángeles o mirando el viento pasar. Pues no. Ya lo djo el poeta: “sin sudor no hay rima”. Y el narrador: “sin violín no hay orquesta”.

Ayer, cuando fui a la verdulería y compré papas, advertí que de la piel de las papas nacían diminutas raicillas. Pero las papas no estaban podridas. Después de palparlas me di cuenta de que estaban firmes, saludables y apetitosas. El verdulero, al verme toqueteándolas, me dijo: “sólo se han brotado por el calor”. Y bueno, que así sea, pensé cuando llegué a casa y me senté de nuevo a tabajar. Que brote --sabiduría de verdulero-- algo en este sofocante verano anticipado, que algo venga aparejado (y no podrido) a este bochornoso calor porteño. Así sea la sucia y misericordiosa raíz de una papa andina; o una pelusita, un poco de espuma, un diminuto simulacro en forma de palabras, no sé, algo que justifique estos interminables días que se empegostan, se achicharran y se estrujan.

13 nov. 2008

Agradecimientos


Hago un alto en este blog para agradecer públicamente a los organizadores de la Bienal de novela Adriano González León 2008. Estos son: el Pen Club de Venezuela (muy especialmente a Edda Armas), el grupo de empresas Econoinvest (Herman Sifontes) y a la Editorial Norma (César García, Vladimir Mujica, Elsa Rivas) Los primeros, por llevar a cabo la organización de todo, los segundos por el patrocinio, y a Norma por el compromiso en editar mi novela.

Por supuesto quiero agradecer de manera muy especial al jurado calificador conformado por Michaelle Ascensio, Oscar Collazos, Ariel Magnus, Rafael Castillo Zapata y Alberto Barrera Tyszka, por confiar en Bajo tierra y contribuir para que la novela se haya llevado el premio.

Pero la lista de agradecimientos debería comenzar por Pía Bouzas, escritora, esposa, cómplice, que fue la primera en leer el manuscrito y hacer observaciones, como siempre, fundamentales. También a mi hermana Sonia, quien leyó el manuscrito acá en Buenos Aires y cuya lectura fue tremendamente estimulante. Y por último al poeta, profesor y amigo Niall Binns quien, con su habitual antena detectora de fallas, erratas y aciertos (cuando los hay), consiguió limpiar bastante la novela y hacer excelentes sugerencias.

Además debo agradecer a Antonio López Ortega y Gustavo Guerrero. Al primero por sus cálidas palabras de apoyo, por su confianza en mi trabajo; y al segundo por la reciente lectura de Bajo tierra, por su acompañamiento y sus utilísimos comentarios.

No puedo dejar de mencionar a mi hermano Carlos, quien se tomó el trabajo de imprimir las cinco copias de la novela (más de mil páginas), encuadernarlas y llevarlas personalmente a la dirección que las bases del concurso indicaban. Sin él, esta historia sería otra. Y al resto de mi familia, mi madre y mis hermanos, que siempre está ahí apoyando, haciendo barra, y a veces haciendo la ola.

Por último debo decir que Bajo tierra es, entre otras cosas, una búsqueda simbólica del padre. Y esta búsqueda no hubiese sido posible de yo no haber vivido la experiencia de la paternidad.

A mi hijo Manuel va dedicada la novela y espero que, cuando pueda y quiera leerla, le guste.

Gracias a todos.


*En la foto, Adriano González León.

19 oct. 2008

Un paisaje franciscano


Para escribir no hacen falta muchos libros, ¿o sí?

El otro día estuvo un amigo por casa y al entrar a mi estudio me dijo:

-¡Ah, pero no tienes tantos libros!

Estaba sorprendido de que mis libros apenas llenasen la biblioteca que ocupa la esquina al lado de la ventana. Es una biblioteca bastante modesta pero alta, hecha con ménsulas metálicas y anaqueles de madera aglomerada que me tomó dos días instalar. Al escuchar a mi amigo, volví la mirada hacia mi stock libresco y dije:

-Todavía tengo libros en Madrid, en cajas, y en Caracas hay un montón.

Lo cual es cierto, pero me di cuenta que estaba tratando de justificar el hecho de que no tuviese muchos libros conmigo. Me avergoncé, ahora veo, de ser un escritor con pocos libros en su biblioteca.

Antes tenía muchos más, y creo que el dramático descenso de inventario responde a:

1) Los viajes, las mudanzas, los desplazamientos que atentan contra la acumulación de libros y de cualquier otra cosa. 2) Me he vuelto más selectivo a la hora de comprar libros. 3) Voy con bastante frecuencia a la biblioteca. 4) Cometo el delito de prestar libros, y para colmo soy reincidente. 5) Cada vez leo más en pantalla. 6) Suelo repetir aquella boutade del gran Samuel Johnson -¿o fue Pope, o fue Schopenhauer?-- “si mucho lees poco escribes”.

Antes de los treinta años yo soñaba con un hogar repleto de libros. Cuando me imaginaba una casa propia, sólo podía ver en sus paredes libros por todas partes, libros del suelo el techo. Pero los treinta me sorprendieron con sucesivos traslados, cambios de domicilio y trashumancia frenética, de modo que ni hubo casa propia por aquella época ni compré muchos libros (la plata me la gasté en pasajes aéreos).

A parte de esto, me he dado cuenta de otra cosa: he ido perdiendo el fetichismo por el libro. Quiero decir, antes los trataba como si fuesen piezas de museo y me horrorizaba verlos subrayados, con las páginas dobladas, o con un taza de café encima. Y cuando los subrayaba lo hacía con trazo fino, preferiblemente de lápiz, con la esperanza de que no quedaran huellas, de que llegaran, nuevamente limpios, al más allá.

Pero ahora los trato sin ninguna clemencia, los rayo con trazo grueso de bolígrafo, de creyón, de marcador, de lo que tenga a mano. A veces utilizo sus páginas como libreta improvisada y anoto estupideces, teléfonos, direcciones, listas de compra o efectúo temblorosas cuentas matemáticas. Suelo dejarlos abiertos boca abajo, con las páginas aplastadas, y muchos han sufrido las consecuencias de algún derramamiento doméstico. Cuando los tengo en mis manos, sobre todo mientras los leo, me invade la manía de probar su flexibilidad, entonces los abro en espagat, interrogo sus tendones brutalmente, quizás con la esperanza de que, si son fuertes, puedan acompañarme para toda la vida.

A pesar de este trato salvaje y de su aparente escasez en mi biblioteca, los libros no me han abandonado, ni yo a ellos. Todo lo contrario. Con el tiempo han ido invadiendo más y más espacio, no en mi casa, sino en mi cabeza, en mis delirios, en mis charlas, en mis sueños. Hasta podría decir que no sé cómo sacármelos de encima, pues han usurpado buena parte de algo que no sabría explicar, y se han convertido en dueños y tiranos de mi vida migrante. De manera que al tratarlos así, con brusquedad, como se tratan los amigos de la infancia, es decir, sin ningún ánimo de coleccionista (nunca sufrí desvanecimientos por tener entre mis manos primeras ediciones o incunables) los he sentido más cerca de mí, de lo que soy, de lo que irrecuperablemente soy.

Por último pienso en dos casos: Ramón Gómez de la Serna y sus cinco mesas de trabajo, donde escribía simultáneamente cinco libros, siempre rodeado de múltiples objetos, volúmenes, revistas, montones de cachivaches comprados en los mercadillos. Pero también pienso, en el extremo opuesto, en Camus, cuyo lugar ideal era un sitio vacío del todo, sin muebles, sin bibliotecas, sin adornos, sin libros. Un lugar muy parecido a su humilde hogar de infancia en Argelia, un erial doméstico donde poder sembrar algo. Sólo una mesa y una silla, un cuaderno y un bolígrafo. Este paisaje franciscano era todo lo que necesitaba.

10 oct. 2008

El escritor fantasma


Prefiero la traducción literal del inglés Ghost Writer=escritor fantasma, y no esa que acuñaron los españoles de "escritor negro" o "negro", a secas, demasiado funeraria y franquista para mi gusto, medio gore, y que en nada se alía con la
luminosidad del oficio.

De modo que hablemos de escritor fantasma en vez de escritor negro, y para empezar digamos:

1.-Todo lo que está por comentarse no tiene nada que ver con ese libro del señor Sábato, El escritor y sus fantasmas.

2.-Los escritores fantasmas no asustan.

3.-Los escritores fantasmas no andan con sábanas blancas encima.

Lo digo porque un día, cuando le comenté a una amiga que estaba trabajando como escritor fantasma, me dijo: "Gustavo, mira que tienes un niño pequeño". Y lo dijo como advirtiéndome de algo grave, como si yo estuviera perpetrando un delito, como si le diera un mal ejemplo al chamo. En fin.

Otro asunto que quiero comentar es:

4.-Los escritores fantasmas exigimos la conformación inmediata de un gremio o sindicato que se ocupe de nuestros intereses para nada fantasmas de modo de avanzar en la creación inmediata de un fideicomiso destinado al montepío, el crédito blando para vivienda y vehículo de uso recreativo así como la afiliación a un seguro médico para todos los colegas y familiares y... (perdón, este no es el lugar para hablar de esto).

5.-Escritores fantasmas son todos los escritores de este horrible planeta.

Este último punto obliga a una aclaración mínima. En primero lugar, todo escritor es un ser de las tinieblas, lo más parecido a un alma en pena. Los escritores suelen deambular por las casas a altas horas de la noche arrastrando sus pantuflas y también sus ideas. Además, se la pasan murmurando y estableciendo diálogos con la sombra. A veces, incluso, de manera agresiva. Por eso hay quienes los denominan "púgiles invisibles". Por todo esto podemos colegir que un escritor, cualquiera sea su raza o religión, es lo más parecido a un fantasma.

Luego, todo escritor escribe para alguien (uno o varios lectores), pero también escribe para un escritor, es decir para sí mismo, y aún más: escribe para otros escritores, para sus pares, sus colegas. Y hay quienes escriben para los críticos, que es el colmo de la aberración de este oficio aberrante. Y bueno, igual que cualquiera de los tipos mencionados, el escritor fantasma también escribe para un otro.

Me dirán que la diferencia está en que el escritor fantasma no firma sus libros sino que permite que otro, u otros, o una institución, o un prestamista, o un narcotraficante, se abrogue la autoría de su obra. Y hay quienes consideran esto una debilidad, una cesión de derechos, una capitulación, o hasta una manera moralmente aceptada de prostituirse. Pero nada más erróneo. Lo que ocurre es que el escritor fantasma lleva al extremo aquel exitoso axioma rimbaudiano que dice: "Yo es otro". E incluso aplica el mismo axioma al producto de su trabajo: "este libro es otro libro". Así, al ser otro libro su libro, éste no le pertenece. De modo que si yo no soy yo, y mi libro no es mi libro, el asunto se reduce a pasar por cajar y retirar el cheque.

Pero la cosa no es tan sencilla. El escritor fantasma tiene una relación fantasmática con el dinero. Escribir cuesta plata, se dice, y lo afirma con una convicción que aterra. Pero como es un individuo en la sombra, en sus manos la plata pierde brillo. Por eso el escritor fantasma es un ser melancólico.

Cuando se reune con sus colegas habla de cosas aparentemente nada fantasmales: las noticias que aparecen en el periódico. Y muchas veces duda de que, por ejemplo, un artículo de Vargas Llosa no sea de Vargas Llosa, sino del fantasma de Isaiah Berlin. Porque el verdadero problema con los escritores fantasmas es que ven fantasmas por todos lados. Y no es que tengan alucinaciones, no. Es que se toman tan en serio su trabajo, que su capacidad de observación se agudiza al punto de tener auténticos contactos del tercer tipo, con gente que habita el más allá. Y al frecuentar ese exomundo, esos salones de sombras y aparecidos, se entrenan a diario en las difíciles artes de escribir sin ser vistos.

Y para terminar:

6.- Los escritores fantasmas escriben exactamente lo mismo que escriben los escritores no fantasmas: textos fantasmas.

5 oct. 2008

Cuatro puntos críticos

El crítico a quien más agradezco es el capaz de hacerme mirar algo que no había mirado nunca o mirado con los ojos velados de prejuicios, de ponerme frente a eso y dejarme solo. De allí en adelante debo confiar en mi propia sensibilidad, mi inteligencia y mi capacidad de ganar sabiduría.

T. S. Eliot, Las fronteras de la crítica, 1956


El problema con los críticos es (como mínimo) triple: a) que se trate de comentaristas mediocres, que saben tan poco como nosotros; b) que manifiesten una clara predilección por un determinado tipo de literatura o, simplemente se dejen comprar por la industria editorial; y c) que se trate de escritores de talento que convierten la crítica en género literario autónomo (piénsese en Borges, por ejemplo), y acabemos leyendo las reseñas sobre los libros en vez de los propios Libros.
Joseph Brodsky, en Cómo leer un libro, 1988.

A veces le corresponderá al crítico condenar lo inferior y exponer lo fraudulento; aunque esta tarea es secundaria a la de discriminar el elogio de aquello que lo merece.

T. S. Eliot, Las fronteras...

Todo crítico es una excelente persona hasta que demuestre lo contrario.

Anónimo toledano s/f

26 sept. 2008

Un mundo aterrador


Hoy imaginé un mundo habitado solamente por escritores.

Y lo primero que vino a mi mente fue la imagen de una enorme mancha extendida sobre el territorio, algo así como un gran deslave de lodo, un audaz borramiento urbano.

Esta macabra idea se me apareció al salir de la confitería Las Violetas, en pleno barrio de Almagro. Yo cargaba con una torta de cumpleaños y me dirigía rumbo a casa cuando de pronto lo vi. En toda la esquina de Medrado y Rivadavia estaba Luis Gusmán, el escritor de El frasquito, vestido completamente de negro, metido dentro de un largo sobretodo negro, parado con los pies tan leves como plumas, como si fuera a hacer algo, pero sin decidirse a hacer nada.

No se deplazaba ni a un lado ni al otro. Parecía flotar como esos personajes de la ópera china que se deslizan sin tocar el suelo. Todo indicaba que no estaba esperando a nadie, pues no miraba su reloj, ni lucía impaciente. Se trataba de un hombre absorbido por un hueco negro, no cósmico, sino barrial. Allí estaba, tan leve como un holograma, abandonado a sus propias lucubraciones, como si el resto de la ciduad no existiese, o existiese a medias, solamente lo necesaario para sumergirse en sí mismo.

No conozco personalmente a Luis Gusmán, pero su imagen algo buitresca e indecisa, aquel tipo hundido en medio del bululú de Almagro, me conmovió.

Entonces pensé, ¿y si todos fueran así?

Quiero decir, si todos los habitantes de una ciudad viviesen en ese limbo metareal de los escritores, con la mirada puesta en un largo paisaje imposible, pensando en una línea paralela de la vida, imaginando, no sé, concentrados en los abismos monologantes de cada quien, ¿cómo sería un mundo así? ¿cómo sería la socialización en una sociedad de estas características?.

La respuesta es fácil: sería un mundo aterrador, una sociedad espeluznante.

Por momentos imaginé un lugar donde todos evitáramos saludarnos en las calles (los escritores suelen hacer esto), donde nadie contestara el teléfono cuando repica (los escritores también suelen hacer esto), donde reinara el pensamiento único de la ironía y el sarcasmo (virtudes que comparten quienes garabatean unas líneas), o donde, por ejemplo, hubiesen más librerías que supermercados, más papelerías que canchas deportivas, más bibliotecas que kioskos, y más bares que panaderías. Por último, sufrí un alucinación siniestra: todos, absolutamente todos los pasajeros del metro con un libro entre las manos. Todos, sin ninguna excepción, mirando las páginas de un libro. ¡Horror!

Por eso propongo --sin ánimo de emprender una cruzada moral-- que se prohiba a los escritores andar libremente por la calle, y menos vestidos íntegramente de negro. Que eviten esas actitudes de pajarracos jorobados (se ven sumamente sospechosos), y que en la medida de lo posible miren hacia adelante, hacia la gente, y no al infinito pluscuamperfecto. Que se pongan en marcha cuando el semáforo cambia a verde, y que no anden como desbrochados, partidos al medio. En fin, que no ocupen las esquinas, sobre todo las más populosas de la ciudad, con ese físico ambivalente y ese ranking peso pluma. No le hace bien al ornato público. No le hace bien a la psiquis colectiva. Y si no pueden cambiar, entonces que disimulen un poco.

21 sept. 2008

De la descomposición


Hace varios años atrás hice unos collages para ilustrar un libro que nunca concluí. Jamás en la vida me había puesto a hacer collages; nunca fui bueno ni para el dibujo ni para la pintura y siempre envidié a mi hermano que, con apenas dos trazos, conseguía hacer un retrato. Pero el dichoso librito, por siempre inconcluso, me exigió en aquel momento algo más que palabras (y este, sin duda, fue el principio de su fin).

Puse manos a la obra: comencé a vagabundear por el barrio en busca de cualquier porquería que llamara mi atención. Escarbé en los basureros, me metí en los terrenos baldíos, incursioné en edificaciones demolidas, me sentí todo un artista trash dispuesto a rescatar algo de las ruinas de la historia. Pero nunca supe qué hacer con todo eso. Era demasiado para mí. Y al final terminé comprando cualquier clase de chucherías (plastiquitos, imperdibles, hebillitas, muñecos, etc.) en almacenes chinos a precio de saldo.

Junto con todo este tesoro, me senté en la mesa del comedor de casa, y con tijeras, goma de pegar y poco más, empecé a hacer mis collages. Lo primero que me gustó fue sentir las diferentes texturas del papel, de la tela, de la madera, el plano sobre plano, y la unión de cosas completamente diferentes. Recuerdo que junté a una regla colegial la fotografía de un torso desnudo, y a las líneas férreas de un tren que había recortado de una revista le sobrepuse la foto de un cadáver sacado de una página de Crónica.

El asunto no iba mal, pero se convirtió en una verdadera obsesión. Durante casi dos meses no escribí nada, no salí, ignoré a mi novia, no asistí a clases (estudiaba en aquel entonces) casi no leí, solamente tenía cabeza para los malditos collages. Después de toda una vida utilizando mis manos sólo para sujetar un tenedor y un cuchillo, pisar las teclas de una computadora, o para otros usos menos decorosos, sentí que de pronto esas manos despertaban a algo nuevo. ¡Una manera distinta de vincularme con el mundo! Aunque en realidad el asunto no era tan nuevo como yo pensaba, pues no había mucha diferencia entre hacer eso y escribir unas líneas.

Es decir, al juntar objetos residuales, al decidir por este recorte y no por otro, al seleccionar colores, al inclinar una figura en la cartulina, o hacer una mancha de tinta sobre una esquina del papel, estaba haciendo algo que yo más o menos conocía: estaba componiendo. O más bien descomponiendo. Porque es un mito eso de la composición. Componer es una gran mentira que se la ha creído todo el mundo. Las cosas están por naturaleza “compuestas”, y entonces uno viene y las descompone, las desarregla, las hace estallar en mil pedazos.

La diferencia entre hacer el collage y escribir estaba (o por lo menos así lo vi en aquel momento) en que las palabras eran remplazadas por otras cosas, quizás más tangibles, quizás menos ambiguas. Pero incluso esta diferencia era bastante sutil, pues al fin y al cabo las palabras se parecen mucho (y a veces pueden sustituir) a los objetos encontrados en el fondo de un basurero, a un recorte de prensa amarillento, o a un engrudo de goma de pegar Elefante.

Lo cierto es que aquellos collages los recuerdo con gran cariño. Los recuerdo especialmente cuando me siento junto a mi hijo a pintar con acuarelas o marcadores, a pegar recortes de revistas encima de cartulinas modificadas. Y también los recuerdo como un viejo y efímero amor, esos que de pronto se interrumpen sin motivo alguno y nos dejan como balbuciando.

No los conservo conmigo. Desde hace años están dentro de unas cajas a miles de kilómetros de distancia. Quiero creer que todavía se encuentran en ese depósito donde los dejé, en el sótano de un viejo edificio de Madrid. A lo mejor estarán decorando las tinieblas de esa oscura guarida, o más bien desintegrándose, descomponiéndose. Perdón, componiéndose, para volver nuevamente a su estado natural.


* El collage que ilustra este post forma parte de la muestra que John Ashbery, el poeta, mantiene actualmente en la Tibor de Nagy Gallery de Nueva York.

16 sept. 2008

De paseo


Con este sol invernal arriba de mis sienes, quiero salir a caminar, patear las aceras rotas, mirar los letreros publicitarios como quien mira en el fondo de un ojo rojo. Y dejar toda la piel en el asfalto frío, y dejar también mis omoplatos, que ahora lucen escarapelados (ignoro por qué lucen así, ¿sabes?) Miro mis pies puntiagudos y lentos demorándose en cada paso, y también hay autos veloces que rugen muy cerca de mis manos (¿qué será, por qué tanta prisa?), y no reconozco más que un puñado de cabezas que se apretujan en el semáforo como si fueran a huir (¿de qué, de quién?) Un puñado de cabezas levemente torcidas hacia la derecha. En fin, es tarde. Hoy ha sido un día completamente improductivo. Esto quiere decir, un día en que sólo he podido mirar una pantalla negra con fondo negro como un hueco negro (un día como cualquier otro, vamos), y las horas se han precipitado como una amplia mancha de chocolate. Dormí, eso creo. Pero ando con la boca levemente abierta (es un detalle, no te preocupes) Pero es tarde, insisto. Aunque no tan tarde. Todavía hay sol afuera. Lo veo estrellarse contra los edificios blancos. Los edificios blancos se estrellan a su vez contra el aire lleno de polvo. Y ese aire sucio se adelgaza cuando me asomo a mirar la transparencia que ya no existe, que se fue todavía más al sur, huyendo hacia otro invierno menos luminoso. Este sol radiante y frío me calcina. Compite con la luz de los quirófanos, o la luz del tiempo, que se hunde en mis almohadas hasta perforarlas y... ¿pero qué mierda estoy diciendo? La luz es ese ruido ensordecedor que ya no aguanto. La luz me escandaliza de una forma casi física. Debe ser que estoy cansado. Cansado de mi estúpida sombra portátil. Por suerte en un rato, ya falta poco, me pondré el abrigo. Mi viejo abrigo de solapas altas que me hace lucir tan aristocrático y temible. Con él saldré a caminar por las aceras rotas. Con él cubriré mis omoplatos que ahora parecen desintegrarse. Y con un poco de esfuerzo me elevaré unos centímetros por encima del suelo. Nadie se dará cuenta. Y lo haré lentamente, pensando en una carretera extensísima, imaginando un lugar desaparecido del todo, un desierto que quepa en una mano. Pero solamente contigo. Los dos juntos. Escucha bien: debajo de los árboles esqueléticos, enamorados de nuestra propia y maravillosa lentitud, quiero ver tus pies, separados levemente del suelo, acompañando a los míos.

15 sept. 2008

Vuelo nocturno


Antoine de Saint-Exupéry odió Buenos Aires:
en esta ciudad soy un prisionero… Buenos Aires, ciudad lúgubre… gentes tristes y ni un lugar donde pasear… detesto tanto la Argentina, y sobre todo Buenos Aires… una enorme ciudad de cemento….


Vivió en el sexto piso de la galería Güemes en la calle Florida durante más de un año. Llegó en 1929 para hacer los primeros y arriesgados vuelos nocturnos en Argentina para la empresa Áeropostale, la misma que años después se llamaría Compagnie Générale Aéropostale, y que en 1933 pasaría a ser Aeropostal, la conocida línea aérea venezolana.

Vivió en una soledad absoluta. No tenía amigos. No tenía mujer (conocería a Concuelo Suncin, su mujer, meses más tarde) No conocía más que a sus colegas pilotos. Había publicado dos libros, pero aún no era el autor célebre que luego sería. En una época en que hervía la vida literaria en Buenos Aires: las revistas Martín Fierro, Proa, Sur, las tertulias, Borges, Macedonio, etc., sólo tuvo por compañía un cachorro de foca que había adquirido como mascota y que vivía en la bañera de su departamento.

Pero odiar una ciudad, o sufrir de una soledad tal que necesitemos la compañía de una foca, no es tan inquietante como el hecho de que, en semejantes condiciones, Saint-Exupéry escribió la que sin duda es su mejor novela: Vuelo nocturno. Y esa novela no podía hablar de otra cosa: la lucha de un hombre, Fabien, un piloto, que vuela casi a ciegas, en medio de una tormenta, en mitad de la noche.

Siempre me ha inquietado el hecho de que en algún cuarto de alguna pensión, escondida, ignorada y completamente sola, haya una persona pensando, imaginando, inventando, escribiendo algo.

Saint-Exupéry escribió la epopeya de un piloto nocturno, mientras la ciudad donde vivía prácticamente no existía para él. Cuando no estaba arriba de un avión, se encerraba en un cuarto a novelar su propia experiencia.

Voló casi a ciegas por los cielos nocturnos de Suramérica, en una época en que apenas había una vieja brújula para orientarse, la comunicación con tierra se hacía a través de un primitivo radiotelégrafo, y sólo se contaba con la vista como única guía en medio de la noche.

Escribir se parece mucho a estos vuelos nocturnos.

Pero la brújula de quien lo hace suele estar averiada, no hay comunicación con ningún radiotelégrafo, la vista a menudo está nublada, y sin embargo no hay nada heroico en ello.

10 sept. 2008

La vitalidad deficiente, o el síndrome Balzac


Conozco a un tipo que, tras haber publicado un libro de relatos fantásticos, quiso convencer a sus lectores de que había sustraído horas y horas de sueño para escribirlo. Decía que su jornada comenzaba temprano en la mañana, y luego, en la noche, tras un extenuante día de trabajo, quemaba sus pestañas frente a la computadora, hasta la madrugada.

Un día le pregunté:

-¿Y usted cuándo duerme, señor?

–Dormir es un lujo que no puedo darme –dijo-. Y se alejó cargando con una joroba de proyectos literarios.

Yo quisiera saber si un buen libro (o librito, aunque sea) se puede escribir sin estar bien descansado y bien desayunado. Y también quisiera saber hasta cuándo habrá en este mundo escritores que ostentan su abatimiento y sus desmaquilladas ojeras, como un trofeo ganado al trabajo.

Quizás lo que está detrás de estas demostraciones, sea el hecho de que todo escritor siente que la gente lo trata como a un miserable vago, que la sociedad entera lo considera un parásito apestoso, y que, a pesar de sus desvelos, con su talento no consigue más que un puñado de viáticos.

No critico al escritor profesional, ése que se gana la vida vendiendo su palabras al mejor postor. Roberto Arlt es un buen ejemplo de esto. Los verdaderos escritores profesionales no se andan con esos alardes. Yo jamás le he oído decir a Vargas Llosa lo trabajador que es, lo aplicado que es. Y si hay un escritor trabajador y aplicado ese es el peruano.

Balzac --Titán de las letras-- nuncá se jactó de ser un escritor industrioso, y eso que escribía más de quince horas al día, bajo el amparo de cincuenta tazas de café negro. Su proyecto literario incluía 137 novelas, pero apenas alcanzó a escribir una tercera parte (que ya es una cifra escandalosa).

Creo que esto está vinculado con aquella vieja superstición que valora el número de páginas y su peso en kilogramos. Suelo escuchar cierto tonito sardónico cuando se juzga a un escritor por la brevedad de su obra, y hay quienes se lamentan de esa brevedad, como las abuelas se lamentan del nacimiento de un varón chiquitico y con bajo peso.

Pero lo peor es que este asunto de la brevedad, la vinculan algunos con la capacidad de trabajo, y asocian esta capacidad, supuestamente débil, con la debilidad por el alcohol (que suele ser más o menos frecuente en los escritores, pero también en los cirujanos y magistrados), o con la frecuencia con que éste se masturba, o con su tendencia a tomar antidepresivos, o con cualquier otro asunto de orden más bien íntimo que público.

De niño siempre odié a quienes se sentaban en la primera fila de clase. Ese entusiasmo imberbe, todavía hoy, me es deplorable. Me parecía que aquellos chicos enardecidos le quitaban lustre a eso que la educación debe tener: entereza, estoicismo. Y creo que esa actitud, nacida en la más tierna infancia, es el germen de lo que yo llamo el síndrome Balzac, y que puede extrapolarse a todo profesional que sueñe con un Parnaso hecho a su medida.

Entre las muchas carestías de quienes sufren este síndrome está la del reconocimiento social. Se trata de individuos que exigen que la sociedad los acepte, pero no como un miembro más, sino como un miembro ilustrado. Últimamente he escuchado estos reclamos y reivindicaciones gremiales, y me ha dado urticaria en la vesícula. No porque no crea en el esfuerzo, ni en un seguro de hospitalización, cirugía y maternidad para los escritores, sino porque la imagen del escritor extenuado, padeciendo la doble jornada laboral, me resulta un chantaje y también una sensiblería.

Stevenson decía:
mostrar una excesiva diligencia, ya en la escuela o en la universidad, en la iglesia o en el comercio, es un síntoma de vitalidad deficiente; y cierta facultad para la vagancia implica un universal apetito y un fuerte sentido de la identidad personal.


Creo que esto calza perfectamente para los escritores, aunque más por lo del apetito que por lo de la identidad personal, que ya la tienen, y de sobra.

4 sept. 2008

Libros poderosos


Todos los días, cuando voy a buscar a mi hijo al jardín, paso al lado de un señor muy humilde que siempre está sentado en la acera, encima de unos viejos cartones, leyendo libros.

Tendrá unos cincuenta años, pelo empegostado, ropas inmundas y holgadas, y manos con uñas larguísimas. Se sienta justo en un claro donde el sol calienta. Como ahora es invierno (esto es Buenos Aires, hermisferio sur, el mundo al revés, en fin), alguien como él debe procurarse calor en la calle.

He pasado por ahí no sé cuántas veces: cuarenta, cincuenta, sesenta veces. Y siempre lo veo en el mismo sitio, andrajoso, solitario, leyendo.

El otro día lo miré con insistencia. Creo que fui indiscreto. Entonces levantó la mirada y me miró con ojos turbios, como desde el fondo de un pozo.

No sé si fue su mirada o qué, pero desde ese día me ronda la idea de regalarle un libro.

He intentado dar con sus gustos de lector, pero no he podido determinar qué diablos lee: ninguno de sus libros tiene portada ni contraportada, sus páginas están amarillentas, parecen objetos rescatados de un desastre.

Pero la idea me vuelve: quiero regalarle un libro a este hombre. ¿Qué libro puedo ser ése?

Antes que nada debo arrancarme la idea de regalarle algo que "le sirva". Fue lo primero que me vino a la mente: algo útil. Pero no soy quien para aconsejarle nada a este señor. Mis consejos suelen ser poco estimulantes y casi siempre confusos.

De modo que no: nada de lecturas didácticas o enaltecedoreas o encomiables. No. Debo regalarle algo con que se distraiga, que lo haga reír. Simplemente eso.

Pero incluso esta opción contiene un principio moral estúpido: "pobre hombre, está triste, démosle alegría". Pues tampoco. Me niego. Así no son las cosas. Ni de vaina.

Y pensando en las diversas opciones que tenía a mano, es decir alimentándome de pensamientos peregrinos, de pronto me vino a la mente un nombre: Stevenson. Robert Louis Stevenson.

¿La isla del tesoro? ¿El club de los suicidas? ¿Bajamar? Pero, ¿qué diablos puede hacer un pordiosero, frente a las costas de Caracas buscando un tesoro escondido? No, nada de aventuritas. Definitivamente no. Pero la solución estaba cerca...

A los pocos días ya lo había decidido: le regalaría Dr. Yekill and Mr. Hyde. Claro, sería la lectura más indicada. Este pobre hombre se miraría allí y soñaría con un cambio abrupto, físico, bestial, violento. Una transformación, pero no como resultado de un aprendizaje, de una evolución, sino como algo arrancado a dentalladas. De modo que nada de hacerse el pordiosero melindroso que lee en las calles, mientras la gente lo mira con cierta lástima. Que sueñe con su propia liberación, y que esta sea brutal, destructiva: salir de la coraza que le puso la vida encima y aunque sea leyendo, se vengue salvajemente de su miseria, que explote.

2 sept. 2008

Hecho añicos


¿De qué sirve mi venezolanidad --de existir eso-- para escribir? O dicho al revés ¿De qué sirve –horror— mi extranjería? El asunto de la identidad nacional vinculada a la literatura es algo bastante odioso, pero sobre todo falso. En lo particular, si pienso en un caso “representativo” como por ejemplo, Cabrera Infante y su supuesta “cubanidad”, yo seguiré viendo en sus libros al mago Cabrera Infante y no a Cuba. O por lo menos no a una Cuba inmanente, sino un lugar creado por Cabrera. La literatura, por lo menos la que nos ha tocado hoy en día, no pretende perfilar una nación, o revelar una idiosincrasia, sino componer una mirada de algo que, desde ya, está roto: un lugar, cualquier lugar, y ese lugar puede ser un país. Y un país no es más que la pieza de un rompecabezas; un pedazo roto, digamos, de un mundo que se ha hecho añicos. Nosotros somos los sobrevivientes de esos añicos. Cuando alguien escribe, no escribe como venezolano, o argentino, o americano, escribe como sobreviviente de un mundo roto, es decir, escribe como escritor y punto.

20 ago. 2008

Una gigantesca formación invisible


Cada tanto vuelvo a Peter Brook y a ese portento que es El espacio vacío. Entre otras cosas, porque envidio esa
formidable capacidad que tiene el teatro, el buen teatro, para trasladar a objetos y personas de carne y hueso lo que está en el papel. Escenifican, montan, ponen (envidio estos verbos) en escena una idea, un relato. Hacen de la imaginación un hecho, o por lo menos el simulacro de un hecho. Cuando voy al teatro y veo algo bueno (Espiando a una mujer que se mata, de Veronesse, por ejemplo) me doy cuenta de que, a ese contundente simulacro de lo real, no puede acceder la literatura.

Pero volvamos a El espacio vacío. Allí Brook dice:
Una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión. Este proceso se realiza en el interior del dramaturgo, y se repite dentro del actor.


Al leer esto pensé que si el texto teatral se repite en el actor, el texto literario se repite en el lector, que es su actor o su intérprete.

Siempre he pensado que el buen lector hace el mismo trabajo que el escritor. Pero lo hace de una forma, digamos, externa. Por esa razón, y siguiendo las palabras de Brook, ese lector, que es nuestro actor, será al mismo tiempo nuestro público. Ocupará los dos roles. Y no le quedará más remedio que interpretar su papel, no frente a la platea, sino frente a sí mismo.

Pero la cosa no es tan sencilla: también el escritor es el actor de sí mismo: entra en personaje y sale a representar su papel en las tablas del libro.

En fin, cierro con Brook:
Tal vez ambos son sólo concientes de las palabras, pero tanto para el autor como luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca formación invisible.

16 ago. 2008

Mirar como el que escucha


Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediante un “montaje constructivo” a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componía las estrofas, y así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era sólo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie reflejante del agua. Mirar. Y al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He aquí la respuesta, (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con mayor emoción humana.


Igor Barreto, El llano ciego, Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2006

7 ago. 2008

El fabricante de fantasmas


Esta novedad (ya no tan nueva) de Mario Vargas Llosa dramaturgo me hace recordar mucho a Roberto Arlt y su famoso invento de las medias de seda irrompibles.

El cuento es conocido y lo resumiré así: Arlt pensó en crear unas medias lo suficientemente resistentes como para que una dama pudiera bailar toda la noche o cruzar infinitas veces sus piernas sin que apareciera la más mínima fisura. Junto con el actor Pascual Naccaratti instaló un laboratorio en Lanús, y con la ayuda de un químico inglés mezcló diversos tipos de goma líquida, probó una cobertura de latex en la mallas, y encima de unos maniquíes un poco siniestros, intentó dar luz a su octava maravilla.

No era la primera vez que Arlt coqueteaba con inventos. En su novela Los siete locos , Erdosain, el protagonista, soñaba con crear una corbata metálica y una tintorería para perros.

un día fue llamado por Leonidas Barleta para escribir obras de teatro para el Teatro del pueblo, un legendario sitio de la movida independiente. Barletta vio que uno de los capítulos de Los siete locos, era en sí mismo una escena teatral, y con este argumento convenció a Arlt, quien además pensó que con el teatro podía hacer más dinero que con las novelas.

Arlt escribió trece piezas para Barletta. Pero pronto advirtió que para poder escribir y montar lo que le diera la gana (con su propio vuelo, sus invenciones, sus esperpentos), la única forma era contar con su propio teatro y producirse a sí mismo.

Y es aquí donde aparece el asunto de las medias de seda.

Para contar con el dinero necesario, no se le ocurrió mejor proyecto que ése. A simple vista parecía un delirio. Pero en el fondo Arlt tenía muy en claro que: uno, el invento tenía que estar dirigido a las mujeres (todo lo que está dirigido a las mujeres corre con ventaja por sobre cualquier otra cosa), y dos, le granjearía una ascendencia en el universo femenino, nunca despreciable en asuntos sensibles como el teatro. De modo que si Arlt daba con la fórmula mágica su vida cambiaría, abandonaría de una vez por todas las columnas diarias para el periódico El Mundo que consumían todas su fuerzas, y se convertiría en empresario teatral.

Pero las dichosas medias jamás funcionaron. Carecían de la necesaria elasticidad y el resultado fue una cosa rígida y tosca. "Botas de bombero", alguien las llamó. Y tras el fracaso comercial de su invento, Arlt continuó escribiendo.

Eso sí, nunca más volvería a escribir narrativa. Ni una novela más. El teatro, a partir de entonces, lo absorbió por completo. Se dedicó a crear personajes para las tablas, tramar escenas para actores de carne y hueso, pero jamás volvería a la ficción.

La ficción se apropiaría de las corbatas metálicas, las tintorerías para perros y las medias de seda irrompibles.

2 ago. 2008

Mario Levrero y sus manías


Adorable viejo malas pulgas. Lo imagino pasearse en calzoncillos por la casa, despotricando por cualquier cosa, mascullando groserías. No lo hace explícitamente (es un neurótico divino: él, o el narrador, da lo mismo) sino que filtra sus desganos en sutiles paranoias. O por lo menos eso es lo que me queda después de leer El discurso vacío, donde el uruguayo cuenta, en clave de diario, su desopilante esfuerzo por escribir con caligrafía bonita.

Un personaje cuya acción consiste en llenar hojas y hojas con letra perfecta y desespera por no hacerlo bien. De eso trata esta novela, si es que puede llamarse así (¿y por qué no?) Un tipo que invierte horas en su labor escolar, sin apresurarse, sin desesperar, por temor a los garabatos, esas máscaras que usan los espíritus atormentados. Y este narrador, convencido plenamente de su tormento, quiere curarse cuanto antes. Entonces se aplica la terapia grafológica: letra redonda, uniforme, proligita, sin que la línea se caiga en pendiente. Y sin pensar en nada, sobre todo sin pensar en el significado de lo que está escribiendo.
Ejercitar sólo la mano, no la cabeza: trabajo físico, mecánico, muscular. Como tejer, pero sin coser nada, ni una bufanda ni un suetercito. Y cuando las ideas y las imágenes aparecen (y siempre aparecen), el calígrafo fracasa, abandona el trabajo y lo intenta luego. Cierra su cuaderno y hasta mañana.

¿Escribir sin escribir? No para hacerse el raro o el sospechoso (Levrero no tiene que parecerlo, simplemente lo es) sino para afirmar el carácter, según confiesa, o para burlarse de nosotros, y de paso de la literatura. Y es que si existe la posibilidad de escribir sin escribir, entonces cabe la posibilidad de que lo que escribimos sirve de muy poco. Escribimos para componer nada: calistenia contra la nada que no nos lleva a ninguna parte.

Ejercicio espiritual (a la manera de los calígrafos chinos, creo), pero a Levrero le sale, y adrede, un ejercicio chaplinesco. Entre tanto va desgranando su autobiografía (cómica, lúcida, turbia, patética) donde el mejor chiste es él mismo, y su autoretrato es el de un tipo angustiado, influenciable, gordo y amante de los antidepresivos. Una especie de Monsieur Teste del tercer mundo, pero sin la menor elegancia.

Junto con su mujer está a punto de mudarse y esto le trae un sin fin de histéricos tics. No sabemos si la mujer vive con él, o simplemente lo soporta. Él lo que quiere es encerrarse a escribir su dichosa caligrafía perfecta, pero siempre lo interrumpen: el niño, el perro que ladra, su esposa, los mandados, los ruiditos de la nevera. El mundo está en su contra, la cotidianidad es un monstruo de mil cabezas, y contra ella lucha un héroe vulgar, hundido en sus autorreferencias también vulgares, y quizás por eso, rematadamente tierno.

Gracias al estrepitoso fracaso del chiflado calígrafo ("me distraigo con los temas y me olvido del dibujo"), el escritor deja colar maravillas como esta:

Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (= despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así (...) La gente incluso suele decirme "ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones.