20 ago. 2008

Una gigantesca formación invisible


Cada tanto vuelvo a Peter Brook y a ese portento que es El espacio vacío. Entre otras cosas, porque envidio esa
formidable capacidad que tiene el teatro, el buen teatro, para trasladar a objetos y personas de carne y hueso lo que está en el papel. Escenifican, montan, ponen (envidio estos verbos) en escena una idea, un relato. Hacen de la imaginación un hecho, o por lo menos el simulacro de un hecho. Cuando voy al teatro y veo algo bueno (Espiando a una mujer que se mata, de Veronesse, por ejemplo) me doy cuenta de que, a ese contundente simulacro de lo real, no puede acceder la literatura.

Pero volvamos a El espacio vacío. Allí Brook dice:
Una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión. Este proceso se realiza en el interior del dramaturgo, y se repite dentro del actor.


Al leer esto pensé que si el texto teatral se repite en el actor, el texto literario se repite en el lector, que es su actor o su intérprete.

Siempre he pensado que el buen lector hace el mismo trabajo que el escritor. Pero lo hace de una forma, digamos, externa. Por esa razón, y siguiendo las palabras de Brook, ese lector, que es nuestro actor, será al mismo tiempo nuestro público. Ocupará los dos roles. Y no le quedará más remedio que interpretar su papel, no frente a la platea, sino frente a sí mismo.

Pero la cosa no es tan sencilla: también el escritor es el actor de sí mismo: entra en personaje y sale a representar su papel en las tablas del libro.

En fin, cierro con Brook:
Tal vez ambos son sólo concientes de las palabras, pero tanto para el autor como luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca formación invisible.

16 ago. 2008

Mirar como el que escucha


Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediante un “montaje constructivo” a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componía las estrofas, y así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era sólo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie reflejante del agua. Mirar. Y al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He aquí la respuesta, (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con mayor emoción humana.


Igor Barreto, El llano ciego, Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2006

7 ago. 2008

El fabricante de fantasmas


Esta novedad (ya no tan nueva) de Mario Vargas Llosa dramaturgo me hace recordar mucho a Roberto Arlt y su famoso invento de las medias de seda irrompibles.

El cuento es conocido y lo resumiré así: Arlt pensó en crear unas medias lo suficientemente resistentes como para que una dama pudiera bailar toda la noche o cruzar infinitas veces sus piernas sin que apareciera la más mínima fisura. Junto con el actor Pascual Naccaratti instaló un laboratorio en Lanús, y con la ayuda de un químico inglés mezcló diversos tipos de goma líquida, probó una cobertura de latex en la mallas, y encima de unos maniquíes un poco siniestros, intentó dar luz a su octava maravilla.

No era la primera vez que Arlt coqueteaba con inventos. En su novela Los siete locos , Erdosain, el protagonista, soñaba con crear una corbata metálica y una tintorería para perros.

un día fue llamado por Leonidas Barleta para escribir obras de teatro para el Teatro del pueblo, un legendario sitio de la movida independiente. Barletta vio que uno de los capítulos de Los siete locos, era en sí mismo una escena teatral, y con este argumento convenció a Arlt, quien además pensó que con el teatro podía hacer más dinero que con las novelas.

Arlt escribió trece piezas para Barletta. Pero pronto advirtió que para poder escribir y montar lo que le diera la gana (con su propio vuelo, sus invenciones, sus esperpentos), la única forma era contar con su propio teatro y producirse a sí mismo.

Y es aquí donde aparece el asunto de las medias de seda.

Para contar con el dinero necesario, no se le ocurrió mejor proyecto que ése. A simple vista parecía un delirio. Pero en el fondo Arlt tenía muy en claro que: uno, el invento tenía que estar dirigido a las mujeres (todo lo que está dirigido a las mujeres corre con ventaja por sobre cualquier otra cosa), y dos, le granjearía una ascendencia en el universo femenino, nunca despreciable en asuntos sensibles como el teatro. De modo que si Arlt daba con la fórmula mágica su vida cambiaría, abandonaría de una vez por todas las columnas diarias para el periódico El Mundo que consumían todas su fuerzas, y se convertiría en empresario teatral.

Pero las dichosas medias jamás funcionaron. Carecían de la necesaria elasticidad y el resultado fue una cosa rígida y tosca. "Botas de bombero", alguien las llamó. Y tras el fracaso comercial de su invento, Arlt continuó escribiendo.

Eso sí, nunca más volvería a escribir narrativa. Ni una novela más. El teatro, a partir de entonces, lo absorbió por completo. Se dedicó a crear personajes para las tablas, tramar escenas para actores de carne y hueso, pero jamás volvería a la ficción.

La ficción se apropiaría de las corbatas metálicas, las tintorerías para perros y las medias de seda irrompibles.

2 ago. 2008

Mario Levrero y sus manías


Adorable viejo malas pulgas. Lo imagino pasearse en calzoncillos por la casa, despotricando por cualquier cosa, mascullando groserías. No lo hace explícitamente (es un neurótico divino: él, o el narrador, da lo mismo) sino que filtra sus desganos en sutiles paranoias. O por lo menos eso es lo que me queda después de leer El discurso vacío, donde el uruguayo cuenta, en clave de diario, su desopilante esfuerzo por escribir con caligrafía bonita.

Un personaje cuya acción consiste en llenar hojas y hojas con letra perfecta y desespera por no hacerlo bien. De eso trata esta novela, si es que puede llamarse así (¿y por qué no?) Un tipo que invierte horas en su labor escolar, sin apresurarse, sin desesperar, por temor a los garabatos, esas máscaras que usan los espíritus atormentados. Y este narrador, convencido plenamente de su tormento, quiere curarse cuanto antes. Entonces se aplica la terapia grafológica: letra redonda, uniforme, proligita, sin que la línea se caiga en pendiente. Y sin pensar en nada, sobre todo sin pensar en el significado de lo que está escribiendo.
Ejercitar sólo la mano, no la cabeza: trabajo físico, mecánico, muscular. Como tejer, pero sin coser nada, ni una bufanda ni un suetercito. Y cuando las ideas y las imágenes aparecen (y siempre aparecen), el calígrafo fracasa, abandona el trabajo y lo intenta luego. Cierra su cuaderno y hasta mañana.

¿Escribir sin escribir? No para hacerse el raro o el sospechoso (Levrero no tiene que parecerlo, simplemente lo es) sino para afirmar el carácter, según confiesa, o para burlarse de nosotros, y de paso de la literatura. Y es que si existe la posibilidad de escribir sin escribir, entonces cabe la posibilidad de que lo que escribimos sirve de muy poco. Escribimos para componer nada: calistenia contra la nada que no nos lleva a ninguna parte.

Ejercicio espiritual (a la manera de los calígrafos chinos, creo), pero a Levrero le sale, y adrede, un ejercicio chaplinesco. Entre tanto va desgranando su autobiografía (cómica, lúcida, turbia, patética) donde el mejor chiste es él mismo, y su autoretrato es el de un tipo angustiado, influenciable, gordo y amante de los antidepresivos. Una especie de Monsieur Teste del tercer mundo, pero sin la menor elegancia.

Junto con su mujer está a punto de mudarse y esto le trae un sin fin de histéricos tics. No sabemos si la mujer vive con él, o simplemente lo soporta. Él lo que quiere es encerrarse a escribir su dichosa caligrafía perfecta, pero siempre lo interrumpen: el niño, el perro que ladra, su esposa, los mandados, los ruiditos de la nevera. El mundo está en su contra, la cotidianidad es un monstruo de mil cabezas, y contra ella lucha un héroe vulgar, hundido en sus autorreferencias también vulgares, y quizás por eso, rematadamente tierno.

Gracias al estrepitoso fracaso del chiflado calígrafo ("me distraigo con los temas y me olvido del dibujo"), el escritor deja colar maravillas como esta:

Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (= despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así (...) La gente incluso suele decirme "ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones.