15 mar. 2010

Rock progresivo (cuento)

Un King Crimson, ¡glup!, otro King Crimson, ¡glup!, y al rato todo es de color crema. Las estatuillas filipinas, el árbol de mango, los cuerpos de Keller y Tito parecen sacados de un yogur de vainilla.

--Un mundo crema es más de pinga --dice Keller con la cara derretida.

Al bajar del techo tiene la cara completamente derretida. Yo le pregunto:

--Keller, ¿qué tienes en la cara?

Y él responde con un gruñido:

--¡Grangñññ!

Siempre le pasa lo mismo. Se traga dos King Crimson y evoluciona como una lagartija hacia el techo. Ignoro qué diablos hará allá arriba, ¿avistará ovnis, hablará con los muertos? Ahora volvió intacto, sin un rasguño, pero en agosto terminó en la clínica Ávila con una fractura en la tibia. Keller es así: no le tiene miedo a nada. Si no se dedicara a vender filtros de agua sería el perfecto Stunt man de La Villa del Cine.

Tito, en cambio, es un tipo tranquilo. Se apoltrona en el sillón de cuero de su vieja que es psicoanalista y comienza a murmurar solo. Como es más inteligente que nosotros prefiere murmurar solo. A veces pienso que Dios, o el fantasma de algún premio Nobel dicta ideas centellantes en sus oídos. La única vez que nos habló en voz alta se puso de pie como la estatua del almirante Nelson, y dijo:

--Estamos muertos en el teatro de los vivos.

Keller quedó trastornado al escuchar aquello, y le preguntó de dónde había sacado ese hermosísimo poema. Para Keller, todo objeto verbal no identificado es sinónimo de poema. Y sin esperar una respuesta (Tito no responde ni el saludo) Keller trepó al techo con la urgencia de un gato montés. En cuanto a mí, aquellas proféticas palabras obraron como una revelación divina. Al día siguiente me inscribí en la Escuela de Letras, y todavía sigo allí.

Tito tiene un no sé qué de artista profundo que puede ver más allá de lo que nosotros vemos. Su hermetismo alberga orígenes sobrenaturales. Basta estar en su casa para uno darse cuenta: afiches de cine europeo, estatuillas filipinas, batiks tailandeses, libros de arte egipcio y una Beretta calibre 7.65 que le regaló su papá cuando cumplió dieciocho años. Idéntica al hocico de un dóberman, esa Beretta es nuestra mascota. Tras la desaparición de Segismundo, el tortugo, la adoptamos como si fuera el cuarto Beatle.

Al llegar a su casa lo primero que hacemos Keller y yo es susurrarle al oído: “Bum, Bum, Bum”. Esto significa que debe sacar cuanto antes al dóberman. Tito se caga de risa, con esa risa asmática que tiene, y al rato vuelve con la Beretta pegada a sus sienes, simulando que se vuela la tapa de los sesos. De un tiempo para acá anda fascinado con los ritos y costumbres de algunos personajes suicidas (John Kennedy Toole y otros locos más), pero como a Keller no le gustan los jueguitos simulados, entonces le arrebata el arma y con la cara derretida apunta a su cabezota:

--¡Sucio psicoanalista, grangñññ, te voy a arrancar toda la morronera!

Yo le pregunto a Keller qué es eso de “morronera”, pero él no responde y mete el cañón de la Beretta en el oído de Tito:

--¡Sucio psicoanalista!

Y después en el mío:

--¡Poeta de mierda!

Un día --le dije-- se te va a escapar un tiro y te vas a quedar completamente solo en compañía de los King Crimson.

Al escuchar esto se le aguaron los ojos y enseguida cayó en uno de sus estados de melancolía. Los estados de melancolía de Keller tienen orígenes diversos, pero uno de ellos, quizás el más importante, es su indeclinable vocación para ser un pelabolas. Y así, con la cabeza colgando como una novia abandonada, salió al patio, apuntó al mundo crema y vació la Beretta contra el árbol de mango. ¡Bum, Bum, Bum! Las ventanas temblaron y se escucharon alaridos.

--¡Marico, mataste al vecino! –le reclamó Tito, como despertando de una pesadilla.

Keller soltó una oscura carcajada y dijo que le hubiera encantado liquidar al vecino, pero que por desgracia sólo había un loro despistado, parado entre las rejas. El vecino es un profesor jubilado que suele llamar a la policía para quejarse de la música y de los tiros. Los polis llegan, tocan el timbre, esperan, pero nadie abre ¿Quién va a abrir? Allí se quedan un buen rato, insisten, hasta que se aburren y se largan.

Después de dispararle al loro, Keller metió la Beretta en su bolsillo, entró de nuevo a la sala que estaba más cremosa que nunca y enfiló directo al Panasonic para poner Fragile, el disco de Yes.

A Tito y a mí nos gusta el rock progresivo, pero a Keller lo desquicia. Para él no hay otra cosa en este universo de vainilla, música = rock progresivo.

Cuando sonó la voz agolondrinada de Jon Anderson, Tito cerró los ojos y comenzó a bailar sentado. Parecía un maldito Hare Krishna. Y al irrumpir los olímpicos teclados de Rick Wakeman, Keller empezó a correr de un lado a otro; le dio una especie de frenesí, como si se le metiera un canguro en la médula. Yo me acosté en el suelo, encima de la alfombra kilim, y vi que las estatuillas filipinas comenzaban a derretirse. El rock progresivo tiene ese efecto: todo lo derrite. También el batik tailandés se derritió y cayó encima del sofá como topin de chocolate. Lo mismo ocurrió con la puerta que da al patio, el árbol de mango, el Panasonic y el cadáver del loro… ¡Qué inmundicia!

Al concluir el primer tema, ocurrió algo fascinante: el tiempo se estiró y pasó lentísimo, parecía que avanzaba en retroceso. En verdad no era tiempo sino espacio, espacio que se desplazaba como glóbulos perezosos. A Keller le encantó esa sensación de tiempo coagulado. Detuvo a su canguro por unos instantes y mirando al techo, dijo:

--Si el tiempo no pasara, yo sería un hombre feliz.

Tito lo miró con cara de “eres un grandísimo imbécil”, y yo me quedé imaginando el tiempo como un témpano a la deriva. Haré un gran poema con eso, pensé.

Tras salir de su accidente utópico, Keller quiso continuar bailando y nos agarró a Tito y a mí por la pechera. Tito parecía una marioneta, una brisita lo podía tumbar. Yo no quería bailar en ese momento (“estoy inspirado, no me molestes”), pero Keller sacó la Beretta de su bolsillo y la colocó encima de nuestras gloriosas narices. De esta forma no pudimos rechazar la invitación.

Primero formamos un círculo y comenzamos a bailotear sin ganas, como doblados. Así estuvimos un buen rato hasta que la música nos dominó por completo y entonces nos pusimos a saltar como ranas; parecíamos los resortes de una cajita de sorpresas. Pronto nos separamos y cada uno empezó a moverse por su cuenta: Tito hizo como si lo electrocutaran; se puso a temblar como una anguila. A mí me dio por arañar el aire con unos enormes rastrillos (el aire parecía un gigantesco campo de girasoles), y Keller comenzó a chillar con esa voz fantasmal que a veces le sale:

--¡Uuuuuu, soy un tornadoooo!

Y al decir esto tiró la Beretta encima del sofá y se arrojó sobre Tito como si fuera el Enmascarado de Plata. Tito intentó en vano sacarse de encima el tornado-Enmascarado-de-Plata de Keller, y yo aproveché para poner Roundabout a todo volumen:

I'll be the roundabout
the words will make you out and out
you spend the day
your way.


Keller atornillaba el cuello de Tito que ya parecía el pescuezo de un pollo. Después puso la rodilla encima de su cabeza para arreglarle eso. Keller decía que tenía que arreglarle eso. Ninguno de nosotros, ni el mismo Keller, supo qué diablos era eso, pero en fin. Con el cuello de pollo atornillado, Tito abrió la boca como si fuera a cantar pero no cantó, como si fuera a gritar pero no gritó. Sus cachetes comenzaron a colorearse con un horrible tinte violeta. ¡Y yo odio el tinte violeta! Entonces me acordé de las clases de Kuk Sool Won y volé como una grulla contra la espalda de Keller. Clavé mi talón en sus costillas y salió disparado hasta estrellar su cabezota contra el marco de la puerta. El coñazo sonó como aquella vez que chocamos el Alfa Romeo de mi vieja en el puente de Las Mercedes. Keller se quedó dormido unos minutos, completamente despatarrado, y después, al despertar, dijo que había soñado con helicópteros. ¡Helicópteros! Adoro los sueños patafísicos de Keller. Más tarde, Tito comenzó a respirar como si saliera del fondo de un barranco. El tinte violeta de sus cachetes desapareció, pero tenía los ojos inyectados, diminutos como los de una ardilla.

Pasaron unas tres horas, o cuatro, o cinco, no sabría decir exactamente, y al final Keller comenzó a lloriquear como una nena (siempre le da por ahí, es una ladilla) y nos pidió veinte mil bolos prestados. Tito limpió la Beretta que estaba toda manchada con chocolate y la puso encima del Panasonic. Yo me quedé viendo cómo el patio cambiaba de color: de crema pasó a rojo y verde pálido, después se hizo transparente hasta volver a su espantoso color original. Busqué una ramita de mango y con ella empujé el cadáver del loro detrás de la reja. El loro estaba negro y chamuscado; no parecía un loro sino un murciélago. Al rato me vino un dolor de cabeza horrible, sentí que la frente se me abría, como si de ella saliera un potro galopando sobre piedras. Era la señal de que todo había terminado. Me puse mi chaqueta, palpé el récipe en el bolsillo, y salí sin despedirme.

Camino a casa me detuve en la farmacia y pensé en un montón de cosas: en el Panasonic y las estatuillas filipinas; en el vecino, en la policía, y en ese parque de diversiones que era la casa de Tito, nuestro segundo hogar. Hasta tuve la sensación de que ya comenzaba a extrañarlos, a pesar de haber estado con ellos minutos atrás. Sabía, sin embargo, que en un par de días nos veríamos de nuevo, siempre en casa de Tito, donde había un amplio techo listo para recibir a Keller. Pero también pensé en otras cosas: en el eterno primer semestre de Tito (él insiste con eso de la psicología), en mis poemas inconclusos (a pesar de la inspiración), y en la familia de Keller, si es que se le puede llamar familia a ese zoo.

¿Por qué nunca hablábamos de eso?

Keller dice que hablar no sirve de nada y enseguida gruñe: “¡grangñññ!”. Y como Tito se la pasa callado, o murmurando asuntos superiores, entonces casi nunca hablamos. A mí me aburre estar siempre en silencio, pero cuando me decido a hablar me enredo. Abro la boca y me enredo. Entonces también me callo.

“Un mundo crema es más de pinga”, repetí pensando en Keller, y salí de la farmacia con mi cajita de Haldol y unas aspirinas para el dolor de cabeza.

Y también con un verso: el tiempo es un témpano a la deriva... Aunque tiempo y témpano me hacen un poco de ruido.

Mejor le pongo iceberg.


* Este cuento fue publicado el pasado domingo 14 de marzo en Prodavinci