
Bajo tierra nació, como muchas cosas nacen, de un extravío, de una equivocación.
Todo comenzó con un striper. Sí, uno de esos tipos que se desnudan en las despedidas de solteras. Una amiga me contó la anécdota. Y en este caso fue una anécdota sorprendente, o por lo menos eso me pareció, pues no se trataba de un stríper cualquiera, sino de un striper tímido. Frente a una tropa de mujeres embochinchadas, el tipo no se quería quitar la ropa.
Comencé a escribir un relato sobre este personaje. Y el caso es que a medida que avanzaba la historia, el dichoso striper cada vez iba quedando más y más rezagado, y al final quedó tan absolutamente fuera, que terminó por salir del conjunto y convertirse en un cuento aparte, que más tardé publiqué.
Las historias subsidiarias, periféricas, residuales, que habían surgido en la escritura de ese relato (un padre desaparecido, una ciudad subterránea, las migraciones urbanas) pronto se convirtieron en la fuente principal de Bajo tierra, donde no hay stripers, ni despedidas de soltera.
Así comencé a trabajar con las sobras, los desechos de aquel relato, y pronto percibí que sólo una novela iba a poder contener aquello. Y trabajar con sobras, con desechos, me estimuló mucho. Quizás porque tienen la virtud de conformar una galaxia de cosas flexibles. Es como moldear una masa amorfa, y todo lo amorfo es dúctil. Y con esas historias aparentemente secundarias (y digo aparentemente pues todo lo importante, lo realmente importante para uno siempre se demora en aparecer) se fue armando la novela.
Dicen que sólo se puede escribir un relato policial o un relato de viaje. De ser esto cierto, yo sería más viajero que detective. Y bueno, con mi equipaje precario, me senté en la butaca, y Bajo tierra fue naciendo o viajando, y lo hizo como una búsqueda de sí misma. Averiguar qué era, qué traía entre manos. Y para responder a esas preguntas era necesario inventar, porque uno inventa para entender.
Y luego me tocó encargarme de su cuidado, darle de comer. Así me convertí en algo parecido al guardián de la jaula de un león: ese señor vestido de caqui, que alimenta a una fiera. Todos los días le acerqué su comida y su bebida para que sobreviviera. Y si yo no acudía a diario a la jaula, la fiera iba palideciendo. De modo que así fue la cosa. Y a medida que pasaban los meses dándole de comer y de beber, aquella fiera fue creciendo, y también se fue domesticando. Aunque nunca terminé de saber quién domesticó a quién.
Poco a poco entendí qué era ese largo relato que estaba escribiendo, y entonces aparecieron claramente los temas de la novela, mis oscuras intenciones: la búsqueda del padre desaparecido y la invención de un improbable reencuentro, la migraciones humanas que nutren nuestra ciudad, y la necesidad de construir una ciudad que fuese espejo de la otra, porque siempre he pensado que hay otra Caracas, no sé dónde diablos, pero existe, en el pasado, en el futuro, arriba, o abajo, detrás, pero existe. Y entre esos dos planetas: la búsqueda del padre y la ciudad inventada, entró, como una cuña, el descenso: bajar, caer, hundirse, como punto de conexión de todo. Porque en mi caso el descenso fue el hilo que unió esas dos obsesiones, que es como unir, mediante una escalera, dos espacios vacíos.
Muchas gracias.
Muchas gracias.