Adorable viejo malas pulgas. Lo imagino pasearse en calzoncillos por la casa, despotricando por cualquier cosa, mascullando groserías. No lo hace explícitamente (es un neurótico divino: él, o el narrador, da lo mismo) sino que filtra sus desganos en sutiles paranoias. O por lo menos eso es lo que me queda después de leer El discurso vacío, donde el uruguayo cuenta, en clave de diario, su desopilante esfuerzo por escribir con caligrafía bonita.
Un personaje cuya acción consiste en llenar hojas y hojas con letra perfecta y desespera por no hacerlo bien. De eso trata esta novela, si es que puede llamarse así (¿y por qué no?) Un tipo que invierte horas en su labor escolar, sin apresurarse, sin desesperar, por temor a los garabatos, esas máscaras que usan los espíritus atormentados. Y este narrador, convencido plenamente de su tormento, quiere curarse cuanto antes. Entonces se aplica la terapia grafológica: letra redonda, uniforme, proligita, sin que la línea se caiga en pendiente. Y sin pensar en nada, sobre todo sin pensar en el significado de lo que está escribiendo.
Ejercitar sólo la mano, no la cabeza: trabajo físico, mecánico, muscular. Como tejer, pero sin coser nada, ni una bufanda ni un suetercito. Y cuando las ideas y las imágenes aparecen (y siempre aparecen), el calígrafo fracasa, abandona el trabajo y lo intenta luego. Cierra su cuaderno y hasta mañana.
¿Escribir sin escribir? No para hacerse el raro o el sospechoso (Levrero no tiene que parecerlo, simplemente lo es) sino para afirmar el carácter, según confiesa, o para burlarse de nosotros, y de paso de la literatura. Y es que si existe la posibilidad de escribir sin escribir, entonces cabe la posibilidad de que lo que escribimos sirve de muy poco. Escribimos para componer nada: calistenia contra la nada que no nos lleva a ninguna parte.
Ejercicio espiritual (a la manera de los calígrafos chinos, creo), pero a Levrero le sale, y adrede, un ejercicio chaplinesco. Entre tanto va desgranando su autobiografía (cómica, lúcida, turbia, patética) donde el mejor chiste es él mismo, y su autoretrato es el de un tipo angustiado, influenciable, gordo y amante de los antidepresivos. Una especie de Monsieur Teste del tercer mundo, pero sin la menor elegancia.
Junto con su mujer está a punto de mudarse y esto le trae un sin fin de histéricos tics. No sabemos si la mujer vive con él, o simplemente lo soporta. Él lo que quiere es encerrarse a escribir su dichosa caligrafía perfecta, pero siempre lo interrumpen: el niño, el perro que ladra, su esposa, los mandados, los ruiditos de la nevera. El mundo está en su contra, la cotidianidad es un monstruo de mil cabezas, y contra ella lucha un héroe vulgar, hundido en sus autorreferencias también vulgares, y quizás por eso, rematadamente tierno.
Gracias al estrepitoso fracaso del chiflado calígrafo ("me distraigo con los temas y me olvido del dibujo"), el escritor deja colar maravillas como esta:
Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (= despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así (...) La gente incluso suele decirme "ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones.
1 comentario:
un lujo de reseña, me hubiera gustado escribirla a mí!!
es más, diría que plagiaste mi pensamiento (para emular al levra)
voy a guardar tu blog para leer algo más así que sea determinado...
pd: sólo 'prolijita' que se escribe con jota ;-)
gabriela petit
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