
Para escribir no hacen falta muchos libros, ¿o sí?
El otro día estuvo un amigo por casa y al entrar a mi estudio me dijo:
-¡Ah, pero no tienes tantos libros!
Estaba sorprendido de que mis libros apenas llenasen la biblioteca que ocupa la esquina al lado de la ventana. Es una biblioteca bastante modesta pero alta, hecha con ménsulas metálicas y anaqueles de madera aglomerada que me tomó dos días instalar. Al escuchar a mi amigo, volví la mirada hacia mi stock libresco y dije:
-Todavía tengo libros en Madrid, en cajas, y en Caracas hay un montón.
Lo cual es cierto, pero me di cuenta que estaba tratando de justificar el hecho de que no tuviese muchos libros conmigo. Me avergoncé, ahora veo, de ser un escritor con pocos libros en su biblioteca.
Antes tenía muchos más, y creo que el dramático descenso de inventario responde a:
1) Los viajes, las mudanzas, los desplazamientos que atentan contra la acumulación de libros y de cualquier otra cosa. 2) Me he vuelto más selectivo a la hora de comprar libros. 3) Voy con bastante frecuencia a la biblioteca. 4) Cometo el delito de prestar libros, y para colmo soy reincidente. 5) Cada vez leo más en pantalla. 6) Suelo repetir aquella boutade del gran Samuel Johnson -¿o fue Pope, o fue Schopenhauer?-- “si mucho lees poco escribes”.
Antes de los treinta años yo soñaba con un hogar repleto de libros. Cuando me imaginaba una casa propia, sólo podía ver en sus paredes libros por todas partes, libros del suelo el techo. Pero los treinta me sorprendieron con sucesivos traslados, cambios de domicilio y trashumancia frenética, de modo que ni hubo casa propia por aquella época ni compré muchos libros (la plata me la gasté en pasajes aéreos).
A parte de esto, me he dado cuenta de otra cosa: he ido perdiendo el fetichismo por el libro. Quiero decir, antes los trataba como si fuesen piezas de museo y me horrorizaba verlos subrayados, con las páginas dobladas, o con un taza de café encima. Y cuando los subrayaba lo hacía con trazo fino, preferiblemente de lápiz, con la esperanza de que no quedaran huellas, de que llegaran, nuevamente limpios, al más allá.
Pero ahora los trato sin ninguna clemencia, los rayo con trazo grueso de bolígrafo, de creyón, de marcador, de lo que tenga a mano. A veces utilizo sus páginas como libreta improvisada y anoto estupideces, teléfonos, direcciones, listas de compra o efectúo temblorosas cuentas matemáticas. Suelo dejarlos abiertos boca abajo, con las páginas aplastadas, y muchos han sufrido las consecuencias de algún derramamiento doméstico. Cuando los tengo en mis manos, sobre todo mientras los leo, me invade la manía de probar su flexibilidad, entonces los abro en espagat, interrogo sus tendones brutalmente, quizás con la esperanza de que, si son fuertes, puedan acompañarme para toda la vida.
A pesar de este trato salvaje y de su aparente escasez en mi biblioteca, los libros no me han abandonado, ni yo a ellos. Todo lo contrario. Con el tiempo han ido invadiendo más y más espacio, no en mi casa, sino en mi cabeza, en mis delirios, en mis charlas, en mis sueños. Hasta podría decir que no sé cómo sacármelos de encima, pues han usurpado buena parte de algo que no sabría explicar, y se han convertido en dueños y tiranos de mi vida migrante. De manera que al tratarlos así, con brusquedad, como se tratan los amigos de la infancia, es decir, sin ningún ánimo de coleccionista (nunca sufrí desvanecimientos por tener entre mis manos primeras ediciones o incunables) los he sentido más cerca de mí, de lo que soy, de lo que irrecuperablemente soy.
Por último pienso en dos casos: Ramón Gómez de la Serna y sus cinco mesas de trabajo, donde escribía simultáneamente cinco libros, siempre rodeado de múltiples objetos, volúmenes, revistas, montones de cachivaches comprados en los mercadillos. Pero también pienso, en el extremo opuesto, en Camus, cuyo lugar ideal era un sitio vacío del todo, sin muebles, sin bibliotecas, sin adornos, sin libros. Un lugar muy parecido a su humilde hogar de infancia en Argelia, un erial doméstico donde poder sembrar algo. Sólo una mesa y una silla, un cuaderno y un bolígrafo. Este paisaje franciscano era todo lo que necesitaba.