
Flaubert decía que las erratas eran los piojos de las palabras. Y sí, hay piojos, garrapatas, caníbales, bichos de todo tipo. Yo creo que hace falta despiojizar lo que uno escribe (y también lo que uno lee), pero sospecho de quienes, a la manera flaubertiana, gastan sus días en pulir y dejar limpiecito todo lo que pasa por sus ojos, como si se tratase de un jarrón de porcelana o la sala de una terapia intensiva. Corregir y corregir y corregir. A veces esto me suena a aquel lema de la Guardia Nacional de Venezuela: “Trabajo, trabajo y más trabajo”, y por tanto veo allí un cierto tufillo martirizante y ortopédico, o una excesiva confianza en lo poderes operacionales de la faena. De hecho casi siempre una corrección es una orto-terapia, la aplicación de ciertos dispositivos para que lo que escribimos no nazca ni crezca torcido, o luzca mejor, o sea menos mediocre. Visto así, se trata de una tarea preñada de buenas intenciones. Y por tanto una operación de cirugía reconstructiva, aunque a veces caigamos en el error de aplicar la cirugía estética. Nos ocurre lo mismo con la lectura: si leemos varias veces un mismo libro, comenzaremos a jugar al juego de las sustituciones abusivas y a proponer, en silencio, cambios aquí y allá, como si haciendo eso fuéramos mejores lectores o por lo menos más listos. Y esto de hacerse el listo es algo muy común en la reescritura. Nos hacemos los listos con nosotros mismos y creemos que un momento después (al día siguiente, a la semana, lo que sea) seremos mejores que antes, y podremos hacer mejor las cosas. Es decir, prevalece la ingenua idea de cierto progreso de cubículo, y esto lo anudamos a un sentido cronológico, como si se tratase de una evolución darwiniana o un entrenamiento olímpico. Mañana lo haré mejor que hoy. ¿A cuenta de qué este optimismo? Bien podría ser al revés, ¿o no? En lo particular toda idea de futuro la encuentro más bien errática. Mañana siempre es una pregunta, pero con frecuencia es una decepción. Y convengamos que mañana uno no será mejor ni peor, sino distinto, leve o drásticamente distinto, según los acontecimientos que nos toquen. Y a ese otro yo distinto, que lee o escribe al día siguiente, le atribuimos una sabiduría superior que al que se le ocurrió la primera y torpe idea. “Un borrador”, lo llamamos con displicencia, cuando la verdad es que el dichoso “borrador” suele ser el punto de salida y de llegada de todo. El bruto y torpe Todo. En tiempos en que el minimalismo aún invade nuestras retinas, la limpieza y la higiene secuestraron el buen gusto. Debemos cuidarnos de esta estética Bonsái-Feng Shui, que quizás sea el camino de un prístino nirvana pero no el de la literatura, ni de sus emociones tantas veces sucias. Los hay flaubertianos, que creen a pie juntillas en las virtudes salutíferas de la corrección, incluso de la orgiástica corrección perpetua, y los hay deslavazados, inspirados y negligentes que creen en la supersticiosa ética de la espontaneidad, que es como el mal de Chagas de la literatura. Por supuesto, tampoco abogo por un punto medio (aborrezco los puntos medios) pero habría que buscar una fórmula lo suficientemente justa que nos permita despiojizar lo que hacemos sin necesidad de desinfectar el territorio.
Propongo este lema: "Corregir, corregir, corregir, pero sin la menor esperanza".