Hoy imaginé un mundo habitado solamente por escritores.
Y lo primero que vino a mi mente fue la imagen de una enorme mancha extendida sobre el territorio, algo así como un gran deslave de lodo, un audaz borramiento urbano.
Esta macabra idea se me apareció al salir de la confitería Las Violetas, en pleno barrio de Almagro. Yo cargaba con una torta de cumpleaños y me dirigía rumbo a casa cuando de pronto lo vi. En toda la esquina de Medrado y Rivadavia estaba Luis Gusmán, el escritor de El frasquito, vestido completamente de negro, metido dentro de un largo sobretodo negro, parado con los pies tan leves como plumas, como si fuera a hacer algo, pero sin decidirse a hacer nada.
No se deplazaba ni a un lado ni al otro. Parecía flotar como esos personajes de la ópera china que se deslizan sin tocar el suelo. Todo indicaba que no estaba esperando a nadie, pues no miraba su reloj, ni lucía impaciente. Se trataba de un hombre absorbido por un hueco negro, no cósmico, sino barrial. Allí estaba, tan leve como un holograma, abandonado a sus propias lucubraciones, como si el resto de la ciduad no existiese, o existiese a medias, solamente lo necesaario para sumergirse en sí mismo.
No conozco personalmente a Luis Gusmán, pero su imagen algo buitresca e indecisa, aquel tipo hundido en medio del bululú de Almagro, me conmovió.
Entonces pensé, ¿y si todos fueran así?
Quiero decir, si todos los habitantes de una ciudad viviesen en ese limbo metareal de los escritores, con la mirada puesta en un largo paisaje imposible, pensando en una línea paralela de la vida, imaginando, no sé, concentrados en los abismos monologantes de cada quien, ¿cómo sería un mundo así? ¿cómo sería la socialización en una sociedad de estas características?.
La respuesta es fácil: sería un mundo aterrador, una sociedad espeluznante.
Por momentos imaginé un lugar donde todos evitáramos saludarnos en las calles (los escritores suelen hacer esto), donde nadie contestara el teléfono cuando repica (los escritores también suelen hacer esto), donde reinara el pensamiento único de la ironía y el sarcasmo (virtudes que comparten quienes garabatean unas líneas), o donde, por ejemplo, hubiesen más librerías que supermercados, más papelerías que canchas deportivas, más bibliotecas que kioskos, y más bares que panaderías. Por último, sufrí un alucinación siniestra: todos, absolutamente todos los pasajeros del metro con un libro entre las manos. Todos, sin ninguna excepción, mirando las páginas de un libro. ¡Horror!
Por eso propongo --sin ánimo de emprender una cruzada moral-- que se prohiba a los escritores andar libremente por la calle, y menos vestidos íntegramente de negro. Que eviten esas actitudes de pajarracos jorobados (se ven sumamente sospechosos), y que en la medida de lo posible miren hacia adelante, hacia la gente, y no al infinito pluscuamperfecto. Que se pongan en marcha cuando el semáforo cambia a verde, y que no anden como desbrochados, partidos al medio. En fin, que no ocupen las esquinas, sobre todo las más populosas de la ciudad, con ese físico ambivalente y ese ranking peso pluma. No le hace bien al ornato público. No le hace bien a la psiquis colectiva. Y si no pueden cambiar, entonces que disimulen un poco.