4 sept. 2008

Libros poderosos


Todos los días, cuando voy a buscar a mi hijo al jardín, paso al lado de un señor muy humilde que siempre está sentado en la acera, encima de unos viejos cartones, leyendo libros.

Tendrá unos cincuenta años, pelo empegostado, ropas inmundas y holgadas, y manos con uñas larguísimas. Se sienta justo en un claro donde el sol calienta. Como ahora es invierno (esto es Buenos Aires, hermisferio sur, el mundo al revés, en fin), alguien como él debe procurarse calor en la calle.

He pasado por ahí no sé cuántas veces: cuarenta, cincuenta, sesenta veces. Y siempre lo veo en el mismo sitio, andrajoso, solitario, leyendo.

El otro día lo miré con insistencia. Creo que fui indiscreto. Entonces levantó la mirada y me miró con ojos turbios, como desde el fondo de un pozo.

No sé si fue su mirada o qué, pero desde ese día me ronda la idea de regalarle un libro.

He intentado dar con sus gustos de lector, pero no he podido determinar qué diablos lee: ninguno de sus libros tiene portada ni contraportada, sus páginas están amarillentas, parecen objetos rescatados de un desastre.

Pero la idea me vuelve: quiero regalarle un libro a este hombre. ¿Qué libro puedo ser ése?

Antes que nada debo arrancarme la idea de regalarle algo que "le sirva". Fue lo primero que me vino a la mente: algo útil. Pero no soy quien para aconsejarle nada a este señor. Mis consejos suelen ser poco estimulantes y casi siempre confusos.

De modo que no: nada de lecturas didácticas o enaltecedoreas o encomiables. No. Debo regalarle algo con que se distraiga, que lo haga reír. Simplemente eso.

Pero incluso esta opción contiene un principio moral estúpido: "pobre hombre, está triste, démosle alegría". Pues tampoco. Me niego. Así no son las cosas. Ni de vaina.

Y pensando en las diversas opciones que tenía a mano, es decir alimentándome de pensamientos peregrinos, de pronto me vino a la mente un nombre: Stevenson. Robert Louis Stevenson.

¿La isla del tesoro? ¿El club de los suicidas? ¿Bajamar? Pero, ¿qué diablos puede hacer un pordiosero, frente a las costas de Caracas buscando un tesoro escondido? No, nada de aventuritas. Definitivamente no. Pero la solución estaba cerca...

A los pocos días ya lo había decidido: le regalaría Dr. Yekill and Mr. Hyde. Claro, sería la lectura más indicada. Este pobre hombre se miraría allí y soñaría con un cambio abrupto, físico, bestial, violento. Una transformación, pero no como resultado de un aprendizaje, de una evolución, sino como algo arrancado a dentalladas. De modo que nada de hacerse el pordiosero melindroso que lee en las calles, mientras la gente lo mira con cierta lástima. Que sueñe con su propia liberación, y que esta sea brutal, destructiva: salir de la coraza que le puso la vida encima y aunque sea leyendo, se vengue salvajemente de su miseria, que explote.

9 comentarios:

un tordo dijo...

"leer salva", lo leí en un grafitti callejero, la poderosa miseria hecha letras,transfigurada.

qué bueno tu blog Gustavo!,
un abrazote,
E.

Mari dijo...

Me encanto tu relato. y pensar que ese hombre incognito sin saberlo ha cruzado fronteras a traves de la palabra, llamandonos a la reflexion.

Felicitaciones, un abrazo
mari

María Antonieta Arnal Parada dijo...

Muy bueno tu blog
Un abrazo
MAA

Anónimo dijo...

Tu relato me recuerda a un señor que habita las calles del Norte de Miami. Sesenton, barnudo, de acento ruso y sombrero de "safari", se la pasa de tour por las paradas de autobus llevando a cuestas un maleta de contenidos desconocidos. Debe ser primo hermano de tu vagabundo porque tambien es lector voraz. Quizas al llenar la mente de palabras olvidan el vacio del estomago. Mi vagabundo, sin embargo, tiene la mente afilada y aura de orgullo, y me gusta sospechar que fue algun cientifico nuclear desechado por la Union Sovietica, lo cual complica un poco mi nuevo deseo de regalarle un libro.

Alejandro

Unknown dijo...

Sí, no hay duda. La literatura es siempre el espacio-tiempo de lo posible sin ser todavía, del deseo, de la posibilidad de ser otro... incluso de no ser en absoluto...
y qué bueno saber de vos.
va un abrazo.
Elena.-

Gustavo Valle dijo...

-Tordo,
gracias. Honor me haces.
Como todo lo bueno, leer salva, y también condena.
Devuelvo abrazote.

-Mari,
hoy ocurrió algo extraño: el mendigo lector no estaba en su lugar habitual.
Abrazo

-María Antonieta, artista, gracias.

-Alejandro,
es que esos mendigos del norte son otra cosa. Recuerdo a dos en Washington: uno que se la pasaba hablando por teléfono dentro de una cabina telefónica, y a otro que barría aquellas calles inmaculadas. Siempre me pregunté ¿a quién llama el primero?, ¿qué barre el segundo?

-Elena,
me alegra tener tu inteligencia cerca.
besos

Anónimo dijo...

Hace años. Cuando vivía en La Victoria, conocí a un hombre como de cincuenta y tantos que todos los días iba a la biblioteca pública. Sus libros preferidos eran los de algebra, aritmética y física. A veces lo echaban de allí por su mal olor y entonces se llevaba los libros escondidos entre sus ropas andrajosas. Lo peor era en vacaciones, cuando la biblioteca cerraba sus puertas al público, intentaba a toda costa sacar libros para pasar la temporada y a donde quiera que iba cargaba una libreta de apuntes.
Era todo un personaje...
Bien por tu blog Gustavo. Un beso

Natasha Tiniacos dijo...

No creas que es la primera vez que te visito o leo esta entrada. Me he puesto en tu posición y he estado pensando si sería indicado o no regalarle un libro al hombre que mencionas y si se le regala, qué título. Es una decisión tan difícil como dar un perfume. Volteo a mi biblioteca, veo varios candidatos de ficción, pero me detengo en las Confesiones de San Agustín. Creo que le prestaría el tomo, porque es algo que me encanta leer por la mañana ("Nombro el sol y si no lo veo, no sé lo que nombro").

Estuve esperando por tu blog. Saludos,

N

Gustavo Valle dijo...

-Lennis,
creo que para explorara los bolsillos de ese tipo haría flata la ayuda de un fichero.
beso.

-Natasha,
hermosa cita de san Agustín. Quizás nombrando el sol, este caliente más.
beso.